Artículo publicado en La República, domingo 2 de agosto de 2015
En estas fechas suelen proliferar ciertos tópicos o lugares comunes según los cuales el Perú tendría problemas “de origen” porque empezamos la vida republicana heredando una sociedad dividida, excluyente, por lo que la independencia no habría interesado a las elites criollas limeñas, por lo que nuestra libertad habría sido impuesta por fuerzas militares extranjeras. Así, desde entonces arrastraríamos problemas de serias divisiones entre la élite criolla y la mayoría indígena, que se expresarían hasta hoy en la persistencia del racismo y en la no existencia de una nación: no habría nada que unifique a todos los peruanos.
Creo que es muy cuestionable la base central de ese discurso, que entiende a la nación como una comunidad homogénea y unida, que debe existir desde el inicio de la vida de los Estados, y que constituiría algo así como su “alma”. En realidad, las naciones son narrativas desarrolladas por los Estados para crear una unidad donde existe diversidad, y lo que hay son narrativas más o menos exitosas, como ha insistido Hugo Neira en varios libros recientes. Ciertamente el discurso nacional criollo que apela a la unidad detrás de las banderas del mestizaje no es el más convincente. También es útil mirar más allá de nuestras fronteras. Veríamos entonces que la nación es siempre un proceso inacabado.
Así, veríamos que en toda América se discute la ambigüedad de las elites criollas respecto a la conveniencia de la independencia (incluyendo Argentina, por ejemplo). Entenderíamos que en su momento no era evidente la conveniencia de una ruptura total con el orden colonial; pensemos por ejemplo en Brasil, en donde un orden monárquico de origen colonial se extendió hasta 1889, lo que le permitió una transición más ordenada y evitar lo que el historiador argentino Tulio Halperín llamó “el largo hiato”, el periodo de guerras civiles, inestabilidad y desórdenes institucionales que se dieron en el conjunto de América desde las guerras independentistas, que recién se resuelve hacia la década de 1870. Desde entonces, en todos nuestros países se establecieron órdenes oligárquicos fuertemente excluyentes (también en Chile, por ejemplo), en los que se combinaron concepciones racistas y discriminadoras, de allí que en el siglo XX se diera en toda la región el populismo como práctica política, con precisamente la promesa de la integración de los excluidos. Nuestro problema es que esa integración se dio tardía y desordenadamente con el velasquismo, mucho después que en otros países.
Finalmente, deberíamos repensar nuestro ideal de nación: no aspirar a la homogeneidad, sino igualarnos en el respeto y valoración de nuestras diferencias. El ideal de un Perú de “todas las sangres” al que aspiraba Argüedas es quizá lo que más se acerque a esta idea. En otros países, la búsqueda de la unidad entre lo diverso ha llevado a apelar a la noción de patria antes que de nación. Quizá deberíamos en el futuro aspirar a ser más patriotas antes que nacionalistas.
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