Artículo publicado en La República, domingo 30 de agosto de 2015
Uno de los defectos más arraigados en la discusión pública en nuestro país, a mi juicio, es explicar la conducta de los personajes públicos desde sus intereses crematísticos. Es decir, si alguien apoya o está en contra de alguna causa, su conducta sería consecuencia de algún interés material. En los últimos días y semanas he leído o escuchado decir que si Rosana Cueva presenta el reportaje de las supuestas agendas de Nadine Heredia, es porque es asalariada del prófugo Ernesto Schutz; que si Rosa María Palacios cuestiona la veracidad de las mismas es porque es una asalariada del gobierno. En otros ámbitos, si Gonzalo Portocarrero cuestiona los plagios del Cardenal Cirpriani en El Comercio, lo hace para defender el salario que recibe de la universidad en la que trabaja. Más allá, si el Ministro de Economía promueve políticas favorables a la inversión privada, es porque la CONFIEP y los grandes empresarios “dictan” la política económica y busca una recompensa futura, gracias a la “puerta giratoria” que va del sector público al privado. En la otra orilla, si activistas u ONGs cuestionan proyectos mineros o denuncian violaciones a los derechos humanos, es porque han hecho de esas causas un medio de vida, una forma de enriquecimiento fácil. Cada uno puede pensar en más y más ejemplos de este tipo.
Por supuesto, en muchas ocasiones es cierto que las personas se mueven en función al puro interés, al cálculo crematístico. Y es cierto que en el mundo político y público hay extorsión, soborno, presión, de formas abiertas o sutiles y preocupaciones por la estabilidad laboral y los ingresos. Pero en general se subestima enormemente la importancia de lo que a mi juicio debería ser puesto por delante, que son las ideas. Por lo general, las personas actúan motivadas por lo que les parece correcto, conveniente, justo. El problema más bien es que en nuestro precario espacio público estamos tan divididos, existe tan poca comunicación, intercambio, conocimiento mutuo, que priman los estereotipos, los prejuicios, las incomprensiones. El otro nos resulta tan lejano y sus motivaciones tan incomprensibles, que su conducta solo puede explicarse por el más burdo interés. Pensar distinto a uno resulta así no solo incomprensible, sino inaceptable. Esto ayuda a entender el nivel de acrimonia y polarización que se encuentra en nuestro espacio público, cuando no existen grandes controversias o desacuerdos de fondo sobre el rumbo que debería seguir el país, a diferencia de lo que ocurre en otros países cercanos.
Deberíamos más bien esforzarnos en entender cómo se forman los sentidos comunes y las ideas de las personas que piensan distinto a uno. Algunos parámetros: del lado derecho, pesa mucho un “aprendizaje por trauma” formado a finales de la década de los ochenta e inicios de la de los noventa, que exagera el temor al Estado y las virtudes del mercado; del lado izquierdo, la vigencia de una arraigada “tradición radical”, explorada por José Luis Rénique.
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