jueves, 15 de febrero de 2018

Justicia y política. Brasil y Perú

Artículo publicado en La República, domingo 28 de enero de 2018

El miércoles pasado, la Corte de Segunda Instancia de Porto Alegre, por unanimidad (tres votos), no solo confirmó la condena a prisión del expresidente Lula expedida por el juez federal Sergio Moro, sino que amplió la pena de nueve a doce años, por delitos de corrupción y lavado de dinero. Esta decisión judicial tiene un gran impacto político, porque la popularidad del expresidente ha ido creciendo en los últimos meses (llegó al 45% de aprobación en diciembre, más del doble que sus más cercanos seguidores), al punto que aparece como el puntero en las encuestas de intención de voto frente a la elección presidencial de octubre de este año.

Según muchos analistas, la condena es desproporcionada y refleja la politización y el sesgo político en la acción de la justicia. Según otros, es muestra de su autonomía y de la fortaleza de las instituciones brasileñas. ¿Cómo entender esta situación? Los defensores del presidente señalan que en la condena en cuestión, por haber recibido un departamento de lujo como soborno a cambio de favorecer a la empresa OAS con contratos con la empresa pública Petrobras, no existirían pruebas concluyentes, y que de lo que se trataría es de impedir la candidatura de Lula, que aparece con una opción significativa de alcanzar nuevamente la presidencia. Estaríamos ante un complot de sectores conservadores que controlan las instancias judiciales.

Mi opinión es que no puede perderse de vista que los problemas de corrupción que hemos visto en Brasil en los últimos años, y que tanto han impactado nuestro país, se incubaron, desarrollaron, adquirieron amplias y sofisticadas estructuras, y alcanzaron proporciones gigantescas, durante los años de la presidencia de Lula. Los juicios contra éste son varios, y aquél por el que acaba de ser condenado es apenas uno entre siete. No debería sorprender que los jueces tengan en cuenta el calendario electoral dentro de sus consideraciones. De otro lado, paradójicamente, fue también durante los años de Lula que se dio una legislación y un apoyo político que permitió el fortalecimiento institucional de las instancias judiciales. Ese fortalecimiento se ha expresado en el activismo y la iniciativa judicial que hoy lo condena. Los jueces brasileños han seguido en sus razonamientos la teoría del “dominio del hecho” que conocemos muy bien en nuestro país: existió un vasto esquema de corrupción organizado desde la cúpula del poder; el presidente necesariamente sabía y apoyaba lo que ocurría, el pago de sobornos de empresas privadas para el partido de gobierno y sus dirigentes. Así, no habría necesidad de encontrar una prueba directa concluyente, sino que la concurrencia de múltiples datos indirectos permitirían llegar a esa certeza.

Por supuesto, se puede estar en desacuerdo y criticar las sentencias judiciales, y ciertamente los jueces brasileños han caído en más de un desatino o error. Pero no se puede desacatar las sentencias, más todavía si después de la primera instancia, ha sido ratificada por unanimidad en una segunda, lo que le quita peso al argumento de la manipulación política. Queda todavía pendiente la ratificación de la Corte Suprema y otras instancias. No me parece que se pueda hablar de un quiebre del Estado de derecho en Brasil.

Desde el Perú, creo que el mismo criterio que nos lleva a respaldar la condena al expresidente Fujimori amparándose en la teoría del dominio del hecho nos debería llevar a respaldar la de Lula. No son por supuesto los mismos delitos y son presidentes muy diferentes, pero el esquema delictivo es bastante similar.

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