Artículo publicado en La República, domingo 5 de febrero de 2017
Los sucesos de las últimas semanas marcan el irremediable final del sueño tecnocrático neoliberal: decisiones técnicas, libres de nefastas interferencias políticas, que aseguran decisiones eficientes, el mejor uso de los recursos públicos. Quedarían atrás la demagogia de los políticos, la corrupción de los burócratas y funcionarios “mercantilistas”, gracias a las ventajas de la libre competencia y la acción de los actores privados. Después del desastre de finales de la década de los años ochenta, el fujimorismo sentó las bases del sueño. Funcionó bien por un tiempo, pero promesa fue traicionada por su implementador: Alberto Fujimori, el antisistema, el antipolítico, terminó encarnando todos los males del político “tradicional”: buscó perpetuarse en el poder, subordinó la necesidad de reformas a cálculos electorales, construyó o permitió la construcción de una vasta red de corrupción.
Pero al menos Fujimori fue eficaz en destruir el orden anterior. Caído aquél, los viejos partidos y personajes no volvieron tal cual del pasado, lo que no solo permitió la continuidad del sueño de los años noventa, sino su fortalecimiento. A lo largo de los gobiernos de Paniagua, Toledo, García y Humala, descubrimos que los políticos, carentes de ideas y de cuadros, delegaron en los “expertos”, la toma de las decisiones importantes, para bien y para mal. Esto permitió la continuidad y asentamiento de ciertas orientaciones de política pública que explican que Perú haya sido uno de los países que más creció y redujo la pobreza en América Latina en los últimos quince años. También generó una notable reducción del espacio de debate público, una menor transparencia y rendición de cuentas. Pero la promesa era que el país estaba en buenas manos, y que los buenos resultados lo justificaban todo.
En las últimas semanas, descubrimos evidencia de que elementos esenciales del modelo nunca funcionaron: Proinversión llamaba a concursos con proyectos genéricos que luego daban lugar a la necesidad de adendas que inflaban los precios; los privados tenían capacidad de amarrar con los funcionarios las bases de los concursos para beneficiar a postores específicos; resulta que existen amplísimas redes de complicidad que involucran a empresarios, funcionarios, jurados, evaluadores, árbitros, políticos, periodistas, que permitieron que estos esquemas funcionaran. Los escándalos de Odebrecht, los problemas de la concesión del aeropuerto de Chinchero, han atacado al discurso tecnocrático en su línea de flotación.
En el debate que han propiciado sobre este tema Fernando Vivas, Jaime de Althaus y Carlos Meléndez en las páginas de El Comercio esta semana, me parece que esto no necesariamente es consecuencia de un malévolo plan planificado desde el inicio, ni que pueda exculparse a los tecnócratas con el argumento de que se trata de un buen plan que falla en la ejecución, debido a presiones o incentivos externos (Brasil). Estamos ante la falla de la élite de derecha del país, demasiado cómplice, demasiado complaciente con el “mercantilismo” que proclamaba despreciar.
Puesto ante una encrujijada, el gobierno del presidente Kuczynski no ha optando por la defensa de los principios, pervertidos por los actores, sino por un manejo político cortoplacista, ilustrado en la decisión de “Chinchero va”. Esta decisión tendrá consecuencias, porque empujan a la orilla opositora a aliados naturales del gobierno, a los defensores principistas del modelo pervertido por el “mercantilismo”. Veremos cuán profunda llega a ser esta grieta y si se lamentará haber tomado esta decisión en el futuro.
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