Artículo publicado en La República, domingo 31 de mayo de 2015
La corrupción aparece como un problema político grave para los ciudadanos en toda la región. Desde países con cierta “tradición” de enfrentar este tipo de problemas, como México, hasta otros supuestamente “inmunes” a estos como Chile. Pero si bien la queja es prácticamente unánime, la corrupción asume formas muy diferentes en cada contexto.
Esquematizando, de un lado tenemos países en donde se construyeron redes bien enraizadas que permitieron asociaciones “ventajosas” entre el mundo político, el sector público y privado, que prosperaron en contextos autoritarios. Con sus diferencias, México, Paraguay o Guatemala, podrían entrar dentro de esta caracterización. De otro lado tenemos países en los que la corrupción aparece por la perversión de mecanismos de construcción de coaliciones políticas o de acuerdos en su momento necesarios para asegurar la gobernabilidad. En Brasil, lógicas de negociación política se entremezclaron con prácticas tradicionales clientelistas y de patronazgo, y evolucionaron hacia la compra de votos y sobornos en el Congreso, y con el intercambio de financiamiento de campañas electorales cada vez más caras por posteriores concesiones y contratos estatales. En Chile, país con una tradición institucional más fuerte, los escándalos aparecen asociados a la perversión de lógicas de gobierno amigables con el sector privado, que buscando el desarrollo de una economía de mercado, devinieron en asociaciones que hoy llamaríamos “mercantilistas”.
En este marco, podría decirse que en nuestro país carecemos de redes de corrupción bien asentadas y articuladas (aunque las tuvimos con el montesinismo durante el segundo gobierno de Alberto Fujimori), dada nuestra dificultad general para actuar colectivamente en todo orden de cosas, y tampoco tenemos la degradación de lógicas pactistas, dada la naturaleza más bien antropófaga de nuestro sistema político. Nuestra corrupción no tiene una organización centralizada, ni redes extensas, y no aparecen, al menos no hasta el momento, lógicas “cartelizadas” por así decirlo. Lo que los escándalos recientes sugieren es que tenemos diferentes núcleos independientes que intentan sacar provecho de contar con “contactos” en mundo político, el sector público y el privado. Esos núcleos pueden tejer pequeñas redes sobre relaciones de tipo partidario (como en los dos gobiernos de Alan García), o sobre vínculos construidos durante el paso por el Estado (redes heredadas del fujimorismo, por ejemplo), como ser empresas particulares, como el caso Belaunde Lossio. Quien sí avanzó en crear una estructura bien montada fue César Alvarez en Ancash, articulando al gobierno regional con el sector privado, medios de comunicación locales, y autoridades judiciales, “proeza” no lograda en otros contextos regionales.
Lo bueno es que las redes de corrupción existentes, al no contar con una dirección centralizada, no parecen capaces de desafiar al Estado central; lo malo es que su dispersión hace su combate mucho más difícil.
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