Artículo publicado en La República, domingo 7 de junio de 2015
Según la teoría de la destrucción mutua asegurada, desarrollada durante la guerra fría, la garantía de la paz era contar con un armamento capaz de, si un país era atacado con armas nucleares, contragolpear de una manera tal que pudiera ocasionar daños gigantescos al adversario. Solo la certeza de que un conflicto con armas nucleares llevaría inevitablemente a la destrucción recíproca haría que los actores se abstuvieran de usarlas. El problema es que para que esto funcione, se requería que las potencias contaran con gigantescos arsenales, que ponían en riesgo al planeta entero; y que asumía que los actores eran totalmente racionales.
Sin embargo, Graham Allison mostró, en su célebre libro La esencia de la decisión (1971), dedicado al análisis de la crisis de los misiles en Cuba, que suponer que los actores actúan racionalmente es un supuesto excesivo. Intereses de corto plazo, presiones de organizaciones y de grupos de interés pueden llevar a cursos de acción no racionales y, por supuesto, los actores también cometen errores, resultado de emociones desbordadas, la falta de información respecto a las intenciones del enemigo, o de asumir que este sí estaría dispuesto a actuar irracionalmente. La inquietante conclusión de Allison es que el mundo estuvo realmente al borde de una guerra nuclear en octubre de 1962.
Me vino todo esto a la mente a propósito de nuestro debate político: parecemos dispuestos a embarcarnos en acciones destructivas y autodestructivas porque nos dejamos irresponsablemente llevar por intereses inmediatísimos, o porque asumimos que es el adversario el que está dispuesto a actuar irracionalmente. Viendo las cosas en frío, al gobierno no le conviene una conflagración con la oposición (cierre del Congreso, “Ollantazo”), y tampoco a esta hacer lo propio con el gobierno (vacancia presidencial). Claro que a cada quien le conviene actuar con fuerza y hasta agresividad en algunas circunstancias, pero todos deberían ser concientes de que hay límites que no se pueden traspasar, porque entonces las cosas se pueden escapar de control y al final todos pierden de manera catastrófica. Acusar de Nadine Heredia de lavado de activos por prácticas “informales” de financiamiento político en el que incurren todos los partidos es un ejemplo de eso. También inventar conspiraciones que apuntan a la destitución del presidente para justificar no dar explicaciones ante cuestionamientos razonables. El costo colectivo ya lo estamos viviendo en un mayor “enfriamiento” de la economía y en un impasse legislativo que podría impedir que el gobierno apruebe cambios legislativos necesarios para salir del atolladero en el que estamos.
Para todo esto se necesitan políticos que sepan distinguir cuándo la búsqueda de los intereses partidarios atenta contra el interés general, que sean capaces de reconocer en los adversarios un mínimo de legitimidad y racionalidad, que sepan cuándo llega el momento de la negociación, de encontrar salidas al laberinto.
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