Artículo publicado en El Comercio, martes 2 de marzo de 2021
La extrema derecha siempre ha existido, pero una novedad relativa es que
ahora intenta una representación propia. En la década de los años ochenta,
aparecía detrás del discurso socialcristiano del PPC, del liberalismo populista
del segundo belaundismo, o del liberalismo más doctrinario del FREDEMO; en la
de los noventa, detrás del fujimorismo. En el nuevo siglo, se agazapó detrás de
Lourdes Flores, del segundo gobierno de García, nuevamente detrás del
fujimorismo con Keiko Fujimori, y luego detrás del tecnócrata financiero Kuczynski.
Digamos que la incorrección política manifiesta tendió a ser censurada en el
discurso político. Hoy, con sectores de derecha anteriormente predominantes
bastante desgastados, en medio de una gran fragmentación y precariedad
política, y con un ánimo irritado por efectos de la recesión y de la epidemia, emerge
una derecha extrema con una desfachatez antes inimaginable.
En el imaginario de esa derecha, el país estaría secuestrado por una coalición que articula intereses globales y locales, que atenta gravemente contra la integridad del país, por lo que corresponde una cruzada salvífica. En esa coalición estaría el viejo comunismo aggiornado, también sectores liberales bien intencionados, “bienpensantes” pero profundamente equivocados, que resultan tontos útiles (socialconfusos) de una ofensiva que atenta contra los supuestos “valores fundamentales” de la patria: la versión de la religión católica más conservadora, el modelo de familia asociada a ésta, un modelo de sociedad basado en la defensa del orden, la propiedad, y el respeto a la autoridad. Así se explicaría la decadencia del país, que debería ser recuperado defendiendo sus valores “esenciales”: de allí la obsesión por la “defensa de la vida”, el rechazo al aborto en todas sus formas, el rechazo al enfoque de género, y a plantear los derechos y combatir la discriminación de la población LGTBI, el rechazo a la “sexualización” de la educación pública. Estas políticas serían parte de una agenda extranjerizante, gestada en otras sociedades, promovida por organismos internacionales y gobiernos “progresistas” pero que serían incompatibles con nuestras tradiciones. Así se termina metiendo en un mismo saco al Banco Mundial, a la OMS, y el Foro de Sao Paulo o el Grupo de Puebla. Los socios locales de esta coalición internacional serían los viejos izquierdistas reciclados, que ahora controlan las ONGs, los “sociales confusos liberales”, y los “caviares”, estos últimos grupos de “consultores” privilegiados que vivirían de las rentas estatales y la cooperación internacional.
La clase empresarial, los partidos de derecha tradicionales, habrían fracasado y traicionado el papel que les correspondería haber tenido, de allí la necesidad de nuevos liderazgos, que asuman además la necesidad de asumir sin complejos la lucha ideológica. El “progresismo” habría copado los medios de comunicación, las universidades, los centros de investigación, ganado la “batalla cultural”, de allí la necesidad de responder con firmeza, sin complejos. Frente al discurso de los derechos humanos, mano dura contra la delincuencia, contra la inmigración de otros países; frente al “libertinaje sexual”, defensa de la familia convencional; frente al desorden y el caos, recuperación del principio de autoridad y de la moral pública.
¿Cuán grande es la audiencia en nuestro país para este tipo de discurso? No habría que subestimarla, más todavía en un contexto en el que ningún grupo político despierta adhesiones significativas. No solo está la persistencia de tradiciones oligárquicas y excluyentes en nuestras élites económicas; recordemos que en nuestro país un 12% piensa que el aborto no se justifica en ningún caso, independientemente de las circunstancias (IPSOS, 2020), que un altísimo 71% justifica que un hombre agreda físicamente a una mujer en caso ésta le sea infiel (IPSOS 2020); o que un 13% considera que las personas homosexuales, bisexuales y transexuales son poco o nada discriminados, o un 20% que piensa que la homosexualidad es una enfermedad (IPSOS, 2019). O que entre aquellos que simpatizan con la idea de una nueva Constitución, un 74% considera que en ella debe haber penas mayores para delincuentes y corruptos.
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