miércoles, 30 de junio de 2021

Primeros apuntes




- Parecemos haber llegado al nivel cero de la representación. En 2005 publiqué un libro que titulé “Democracia sin partidos”, y pasé los últimos quince años diciendo que Perú era un caso extremo de precariedad de su sistema de partidos y de problemas de representación. Pero lo que vemos hoy parece colocar al pasado inmediato como un modelo de institucionalización.

- En nuestra democracia tenemos a una ciudadanía desconfiada y escéptica que mira desde la tribuna a pequeñas tribus disputándose su voto. La constante relativa es que esos ciudadanos parecen tener cierta preferencia por orientaciones más a la izquierda (sierra sur, típicamente) o a la derecha (Lima, costa norte), pero también podemos encontrar preferencias bastante homogéneas a través del territorio. Por ejemplo, llama la atención la votación de Castillo en Apurímac, Ayacucho o Huancavelica, pero también es cierto que su votación luce bastante pareja en todo el país, de modo que con un 12.8% de los votos al Congreso Perú Libre podría obtener un 25% de la representación (algo así también sucedió con el fujimorismo en 2016). Renovación Popular tiene casi la misma votación que Acción Popular (9.9%), pero AP tendría 21 representantes, contra 13 de RP. Y Avanza País tiene casi los mismos votos que Alianza para el Progreso en el Congreso (7.3%), pero tendría la mitad de los representantes (APP 14 y AP 7). Hay unos grupos más “nacionales” que otros…

- Las tribus lanzan ofertas muy limitadas, improvisadas, incapaces de generar adhesiones consistentes. Por eso el proceso ha sido tan volátil e incierto. En un momento parecía que Forsyth “estaba seguro” en segunda vuelta, luego Lescano, pero ambos empezaron a caer; luego pareció que López Aliaga, De Soto, Mendoza y Fujimori en diferentes momentos se metían a la segunda vuelta. Castillo recién apareció como candidato viable hacia finales de marzo, apenas a tres semanas de las elecciones, después de que sus electores descartaran las opciones anteriores. La explicación habría que encontrarla más en los errores y aciertos de los candidatos y en el momento específico del crecimiento de cada uno, antes que pensar que era algo “que estaba escrito” y que “debimos ver venir”. Castillo expresa algunas redes vinculadas a sectores del magisterio, a los ronderos, a trabajadores de la salud, y sobre ellas dio el salto; pero las redes conservadoras no le alcanzaron a López Aliaga, ni las partidarias municipales a Lescano, ni las universitarias a Acuña. Ni las redes evangélicas le alcanzaron al FREPAP, o las de reservistas a UPP, tan comentadas por la elección de 2020, para mantener el registro. Las redes de activistas ayudan, pero no bastan.

- Las tribus, repito, son tremendamente débiles. Castillo resulta puntero con 18.1%, con esa votación habría quedado en cuarto lugar en 2016, 2011, 2006 y 2001; Keiko Fujimori entraría a la segunda vuelta con el 14.5%, después de haber obtenido el 23.56% en 2011 y el 39.86% en 2016, reducida a poco más que al “núcleo duro” del fujimorismo tradicional, y despertando el nivel de rechazo más alto que cualquier otro candidato (sin contar a Castillo). El próximo presidente enfrentará además un Congreso con nueve o más bancadas, en las que más del 40% de sus candidatos se afiliaron al partido en el último mes.

- ¿Cómo llegamos a esto? Las investigaciones de lava jato, la confrontación política desde 2016, el debilitamiento del centro político en medio de la incapacidad para responder a la pandemia, cuentan. También la manera en que se han asentado en el debate político en los últimos años discursos descalificadores y generalizantes, en los que toda la izquierda es “chavista”, toda la derecha “entreguista”, todo centro pusilánime, en los que el conocimiento técnico y científico es descalificado en nombre de la experiencia práctica, en el que las noticias falsas, mentiras y exageraciones se han normalizado. Si todo es igual y nada es mejor, como en Cambalache, no debemos sorprendernos del resultado. 

Al día siguiente




Si vemos a los electores peruanos, encontraremos a un número grande que adopta una actitud que podríamos llamar “cínica”: no importa quien gane, porque todo va a seguir igual. Otros, a pesar de los serios problemas de representación que adolescemos, en cada proceso electoral se entusiasman por algún candidato, llegando incluso a defenderlo contra toda evidencia, y denostar del mismo modo a sus rivales. Esto suele tener que ver con las posiciones ideológicas de los ciudadanos, que encarnan en cada proceso electoral de manera diferente. Después, por supuesto, vienen las decepciones.

En realidad, acaso sea más conveniente seguir la actitud cínica, pero entendida como los griegos antiguos, y tener un saludable escepticismo respecto al desempeño de nuestras futuras autoridades. Creo que no es arriesgado preveer, dada la precariedad de todas las candidaturas en competencia y las tendencias a la fragmentación del voto, que el próximo presidente, sea quien sea, tendrá que marcar distancias de las promesas y discursos que ha estado manejando hasta el momento; tendrá que anunciar que, dado el tamaño exiguo de su representación parlamentaria, no podrá implementar su plan de gobierno original. Dada la debilidad de sus cuadros técnicos, tendrá que convocar a independientes, así el “verdadero” plan de gobierno se definirá al nombrarse al Presidente de Consejo de Ministros y a los ministros principales. Recordemos que una cosa fue el candidato Kuczynski en campaña en 2016 con su jefe de Plan de Gobierno Alfredo Thorne, y otra el presidente Kuczynski con Fernando Zavala en la Presidencia del Consejo de Ministros. En 2011 una cosa fue “La gran transformación”, el plan de gobierno liderado por Félix Jiménez, otra la gestión presidencial de Humala con Miguel Castilla en el Ministerio de Economía, y Oscar Valdés, Juan Jiménez o Pedro Cateriano en la Presidencia del Consejo de Ministros, por mencionar ejemplos de los dos últimos gobiernos.

Al armarse los Consejos de Ministerios, resultará que quienes terminen tomando las decisiones serán técnicos independientes sin mayor relación con el partido que ganó las elecciones, y sin mayor relación entre sí. Esto generará problemas de coherencia y coordinación, que complicará la implementación de políticas eficaces. Al mismo tiempo, es muy probable que el ejecutivo tenga una representación parlamentaria pequeña e indisciplinada. Muy probablemente la popularidad del próximo presidente empiece alta, pero decaerá caiga rápidamente a lo largo del primer año de gobierno; y que conforme ésta caiga, empiecen en el Congreso las renuncias, los cambios de bancada, el viejo transfuguismo. Además, es muy probable que tengamos un Congreso con el nivel de fragmentación más alto de nuestra experiencia democrática reciente, compuesto además por bancadas sin liderazgos firmes, con alta indisciplina, y muy penetrado por intereses particularistas. Este Congreso iniciará con una actitud medianamente colaborativa, pero pasará a una retórica agresiva conforme vaya cayendo la popularidad del gobierno. Además, en este escenario aflorarán los intereses personalistas y particulares, que debilitarán aún más a las bancadas y probablemente den lugar a la proliferación de proyectos de ley demagógicos, pero con alto respaldo parlamentario. En suma, corremos el riesgo de repetir el escenario visto en los últimos cinco años; seguir “atollados”, girando sin avanzar y hundiéndonos cada vez más en el círculo vicioso de un gobierno débil que por la falta de apoyo parlamentario se debilita más, lo que radicaliza la acción opositora.

¿Se puede escapar de este destino? Por supuesto que sí, pero se requiere de realismo y responsabilidad de los gobernantes y representantes electos, de la movilización y vigilancia de los medios, gremios, asociaciones y de los ciudadanos, de la gestación de un gran acuerdo nacional de emergencia para atender con sensatez los problemas más urgentes. Afortunadamente, si dejamos atrás la estridencia de algunos candidatos, encontraremos en el mundo de los expertos en las diferentes áreas de política pública amplias posibilidades de convergencia, que podrían ayudar a sentar las bases de un necesario acuerdo político.

¿Qué más dicen las encuestas? (2)




Hace dos semanas comentaba algunos asuntos que podríamos deducir del análisis de las encuestas de intención de voto, más allá de la información inmediata sobre los movimientos en las posiciones relativas de los candidatos. ¿Cuán diferentes resultan estas elecciones de todas las anteriores, qué nos dicen de los cambios en el sistema político?

Mirando retrospectivamente, resulta claro que entre 2001 y 2016 un gran eje de la política peruana estuvo marcado por la herencia del fujimorismo. En 2001 se lo quiso superar, sin lograrlo; en 2006 reapareció con actor relevante, y en 2011 y 2016 estuvo muy cerca de ganar nuevamente la presidencia. Toledo emergió como líder al encabezar la oposición al fujimorismo, así como Ollanta Humala en 2011, y Verónika Mendoza y Pedro Pablo Kuczynski en 2016. Paralelamente, el eje izquierda – derecha resultó relevante, al igual que en toda América Latina, eje que también remite al fujimorismo, en tanto fue en la década de los años noventa  cuando se implementaron las reformas orientadas al mercado. Al igual que en otros países, candidatos con discursos críticos con el neoliberalismo tuvieron importante arrastre, llegando a ser triunfadores Alan García en 2006 y Ollanta Humala en 2011, pero también los defensores del modelo tuvieron respaldo significativo. Toledo no era crítico con el modelo, Lourdes Flores obtuvo una importante votación en 2001 y 2006, García y Humala giraron al centro en la segunda vuelta para alcanzar la victoria, y en 2011 la segunda vuelta tuvo como protagonistas a dos defensores del modelo. Finalmente, se insinuaba algo así como un conjunto medianamente previsible de protagonistas o candidatos: Toledo fue presidente en 2001, era el candidato favorito en 2011, y terminó mucho peor de lo que se esperaba en 2016; García quedó segundo en 2001, ganó en 2006, y al igual que a Toledo le fue mucho peor de lo esperado en 2016. Humala quedó segundo en 2006, ganó en 2011, pero el caso lava jato rompió desde 2019 esa suerte de esquema.

Lava jato y sus consecuencias rompió esa cadena según la cual los segundos o terceros de la elección anterior resultaban ganadores en la siguente, que también funcionó en 2016, enfrentando a la quedó segunda en 2011 con el que quedó tercero. Las detenciones y prisiones preventivas de Toledo, Humala, Kuczynski, Keiko Fujimori y el suicidio de García ilustran el descrédito de los protagonistas principales de este periodo. Si miramos la campaña en curso, ella expresa el impacto del caso lava jato, y la lógica destructiva que enfrentó al fujimorismo con Kuczynski, cuando podrían haber sellado una alianza en favor de una nueva generación de reformas estructurales. La elección parlamentaria de 2020, con todo, configuró un panorama no del todo desconocido: una suerte de mayoría moderada (Acción Popular, Alianza para el Progreso, Somos Perú y Partido Morado), grupos con discursos anti establishment muy variados (Fuerza Popular, UPP, Frente Amplio), y grupos imprevisibles, pero marcadamente antipolíticos (FREPAP, Podemos). Como sabemos, los efectos del Covid-19 hicieron que el Congreso revelara con desfachatez un ángulo hasta ese momento soterrado, el de un populismo desenfrenado, que cruza a todos los grupos políticos, o que más bien revela que más allá de las etiquetas partidarias lo que hay son individuos sin mayor formación o compromiso institucional. Sumémosle a ello una reforma política implementada a medias, en medio de la pandemia, y tendremos el resultado: Lescano representa a un partido sin identidad, y como candidato ilustra los arrebatos populistas ahora de moda; Fujimori carece también de una candidata clara, de vuelta de la “desalbertización” de su partido; Forsyth y Mendoza manejan vehículos electorales prestados a los que se subieron a última hora; de Soto y López Aliaga son expresión elocuente de lo huérfana que está la derecha de figuras y de propuestas que la representen propiamente.

Lamentablemente, lo que puede preveerse es una suerte de continuación de la dinámica 2016-2021; esperemos que algo hayamos aprendido de esa experiencia.

Nuestro declive democrático




Hace unos días salió publicado el informe sobre la Democracia 2021 del proyecto Variedades de la Democracia, que llama la atención sobre la “viralización de la autocratización”, en el que se vislumbran retrocesos en los procesos democráticos en el contexto de la pandemia, por la expansión de “autocracias electorales”. Esto dio lugar a un interesante comentario de Paolo Sosa en estas mismas páginas. Países como Brasil, la India y Turquía han caído en los índices del componente liberal de la democracia, de modo que, si bien se trata de gobierno elegidos democráticamente, muestran comportamientos claramente autocráticos.

Para América Latina, se señala que en el contexto de la pandemia se han erosionado las democracias en El Salvador y Paraguay, pero también México, Venezuela, Brasil y Bolivia. En términos generales, el patrón de erosión con los presidentes Bukele, Benítez, López Obrador, Maduro, Bolsonaro y Morales (creo que también se podría incluir a Añez), muestra rasgos similares: presidentes que actúan de manera intolerante, atacando a los medios de comunicación independientes y organizaciones de la sociedad civil críticas, satanizando a la oposición política, incluyendo el recurso de la difusión de información falsa, para desacreditar a los adversarios. Perú tiene experiencia en este tipo de problema, es más, podría decirse que fuimos los pioneros del modelo de autocracias electorales, configurado por el fujimorismo en la década de los años noventa. Ciertamente el riesgo de repetir ese tipo de experiencia existe. Pero Perú está enfrentando otros riesgos más inmediatos de declive democrático, en realidad, que no son los mismos que están encendiendo las alarmas en otras latitudes.

Perú tuvo en los últimos años una histórica continuidad democrática, que estuvo además acompañada por crecimiento y reducción de la pobreza; sin embargo, era una democracia de mala calidad por la debilidad de sus instituciones y de sus actores políticos, por la dificultad de convertir el crecimiento en bienestar y la reducción de la pobreza en una situación menos precaria y vulnerable. Con todo, había un notable, para nuestros estándares, consenso en torno al respeto a fundamentos democráticos elementales (mínima pluralidad, respeto a los adversarios), y a los fundamentos económicos (mantener la estabilidad macroeconómica y los equilibrios fiscales básicos). Desde 2016 se empezó a romper la dinámica que se estableció desde la transición en 2001. Para empezar, nuestra precariedad institucional siguió estando allí, pese a algunos intentos de enfrentarla. Segundo, aquello que funcionaba bien empezó a resquebrajarse; sufrimos una clara desaceleración en el crecimiento, y la pobreza no solo dejó de reducirse, sino que inició un nuevo dinamismo, haciéndose visible en zonas no tan “convencionales” como la sierra norte y las grandes ciudades. De otro lado, los actores políticos principales se enfrascaron en una lógica de conflicto crecientemente polarizante y destructiva, que terminaron afectando incluso el consenso económico, a la vez que se difuminó el consenso en torno al respeto a ciertos límites en la disputa política, se forzaron las prerrogativas constitucionales hasta el límite en el conflicto entre vacancias presidenciales y disoluciones parlamentarias.

Este enfrentamiento, al que habría que sumar los efectos destructivos de las denuncias asociadas al caso lava jato y otros, debilitaron aún más a los actores políticos. Esto hizo que la representación política se poblara aún más de intereses fragmentados, particularistas y oportunistas; en el contexto de la pandemia, esto se ha manifestado en el desafío abierto a los consensos económicos del pasado y en la pérdida de mínimos códigos de conducta democrática. En lo político el riesgo mayor no es tanto la concentración del poder en un autócrata; el camino de nuestro declive democrático sería el del entrampamiento permanente, cayendo en círculos crecientemente autodestructivos, en el que políticos irresponsables, cortoplacistas, demagógicos, soliviantando a una ciudadanía crecientemente irritada e impaciente, impidan la formación de mayorías y un mínimo de gobernabilidad.

Ninguna de las candidaturas en competencia, por sí sola, podrá resolver este problema. Se requerirá construir coaliciones en torno a plataformas mínimamente sensatas.

¿Qué más dicen las encuestas?

 


Artículo publicado en El Comercio, martes 16 de marzo de 2021 

En los últimos días han aparecido diversas encuestas de opinión que han dado lugar a variados análisis, al final queda realmente poco que añadir respecto a las tendencias de intención de voto. Pero, más allá de las cifras inmediatas, ¿qué más nos sugieren las encuestas? ¿Qué nos dicen respecto a la naturaleza del país?

Para empezar, los datos disponibles hasta el momento nos dicen cosas interesantes sobre el peso de las estructuras y de la agencia política para definir los resultados electorales. A partir de una mirada superficial de los resultados de las elecciones de 2011 y 2016 surgió una imagen según la cual el electorado peruano estaría marcado por cierta determinación histórica; los excluidos, básicamente en el sur andino, votarían “naturalmente” por opciones contestatarias de izquierda, y se enfrentaban a una Lima y una costa norte más “integradas”, y conservadoras, repitiendo una confrontación cuyas raíces podrían encontrarse tan lejos como la rebelión de Túpac Amaru. Así, aparentemente, en 2011 el Perú “radical” se expresó en Ollanta Humala y el “conservador” por Keiko Fujimori, y en 2016 el primero por Verónika Mendoza y el segundo por Kuczynski o Fujimori. Sin embargo, ese análisis no es correcto: la clave del triunfo de Humala en 2011 fue su movimiento al centro, y en 2016 el voto por Fujimori se caracterizó por su cobertura nacional, de allí que obtuviera mayoría absoluta en el Congreso.

Y ese análisis funciona aún menos en 2021. Lescano partió de una base de apoyo en el sur (fue congresista por Puno en 2001 y reelegido en 2006 por esa región), y ha construido un perfil de candidato relativamente contestatario, pero hay otros más a su izquierda, más propiamente radicales, que no levantan vuelo. Además, su intención de voto se ha expandido y se ve ahora relativamente pareja según nivel socioeconómico, encabeza claramente las preferencias en el sur, pero también le va bastante bien en el norte, centro y oriente, en los ámbitos urbano y rural, y en todo el espectro de identificación ideológica. Y es que si bien las estructuras y la historia cuentan, también la contingencia, la construcción de liderazgos, la capacidad política de aprovechar oportunidades, los errores estratégicos de los adversarios.

El liderazgo de Lescano, si bien resulta un tanto inesperado, tenía alguna base: congresista electo en 2001 y reelecto en 2006 por Puno, reelecto por Lima en 2011 y 2016, resulta un modelo de construcción de liderazgo nacional partiendo desde una región. Además, se beneficia de la imagen de un partido que en su indefinición mantiene cierto prestigio, y recordemos además que según la encuesta IPSOS de diciembre, apenas un 36% asocia a Manuel Merino con Acción Popular. 

Un último tema, hablando de Merino. Hacia finales de noviembre, el Perú parecía un país movilizado alrededor de firmes convicciones democráticas en contra de los grupos “golpistas”; cuatro meses después, parece que estuviéramos ante otro país. Según la encuesta del IEP de noviembre, un 37% declaró haber participado en las marchas en contra de Merino, y en ellas participaron más los jóvenes, mujeres, de sectores altos y medios, y de Lima. Hubo acaso un exceso de entusiasmo respecto del alcance de esas protestas; en todo caso, la indignación y el ansia de renovación expresados en ese momento se están canalizando hoy de maneras muy diversas, o simplemente se expresan en la desafección que es todavía mayoritaria. En realidad, el sentido antipolítico de nuestra sociedad se expresa tanto en las movilizaciones en contra del Congreso de antes como en la escasa adhesión que despiertan las candidaturas de hoy, donde las que más destacan son las que sintonizan con aspiraciones de renovación, por más inesperadas que parezcan.

Nuevamente, qué pasará de acá a abril o junio, partirá de la situación actual, donde cuenta la herencia del pasado, pero el desenlace estará abierto a las decisiones, acciones y omisiones de los actores, y de la diosa fortuna.

¿Cómo se defiende la democracia?


Artículo publicado en El Comercio, martes 9 de marzo de 2021 

La democracia es la mejor forma de régimen político porque pone en el centro de sus principios y valores el pluralismo, el ejercicio de la libertad, el derecho a la disidencia, el derecho a asumir un rol crítico y de oposición al poder. Se renueva a través de la alternancia en el poder mediante elecciones libres y competitivas, de modo que quienes hoy ejercen el poder después lo pierden, y quienes no lo tienen hoy pueden tenerlo mañana. Se incentiva así el respeto a las reglas de juego y a los adversarios, se limita un enfrentamiento destructivo que ponga en riesgo el sistema. Por ejemplo, en los últimos días vimos cómo ante la posibilidad de excluir candidatos en competencia por parte del Jurado Nacional de Elecciones por razones administrativas, diferentes instituciones y candidatos se pronunciaron en contra, aunque se tratara de adversarios y de candidaturas frente a las cuales se pudieran tener grandes discrepancias.

El desafío es que la democracia puede ser vulnerable a los ataques de actores que aprovechan las libertades y los recaudos para preservarla para minarla, sin abiertamente romper con la legalidad, pero apelando al miedo como estrategia en favor de sus intereses. Entre esos actores podrían estar desde organizaciones subversivas que mediante el terror y la imposición pretenden tomar el poder; hasta grupos de interés y de poder que buscan beneficios y privilegios económicos perjudicando gravemente a los demás; o grupos que mediante mentiras y demagogia exaltan prejuicios e instintos primarios para generar un clima que legitime sus intereses políticos.

En nuestro país tenemos experiencia con grupos subversivos, que se valieron de las libertades democráticas para realizar propaganda subversiva, amedrentar a jueces y fiscales y a opositores políticos. Frente a esto, desarrollamos una legislación que puede impedir el registro o declarar ilegal a una organización política por tener una conducta antidemocrática. Al mismo tiempo, tenemos una legislación que condena la apología al terrorismo. En cuanto a la acción desestabilizadora de grupos con fines económicos, existe el delito de pánico financiero, mediante el cual se sanciona a “el que a sabiendas produce alarma en la población propalando noticias falsas … atribuyendo cualidades o situaciones de riesgo que generen el peligro de retiros masivos de depósitos o el traslado o la redención de instrumentos financieros de ahorro o de inversión”.

Pero, ¿cuál debe ser la respuesta ante formas desleales de oposición? ¿Cómo definir la línea que divide el derecho a la crítica y la oposición y se incurre en la desestabilización? Una respuesta exagerada va en contra de principios democráticos esenciales; pero la democracia tampoco puede ser boba y simplemente dejarse liquidar. En situaciones excepcionales, en medio de una gravísima emergencia sanitaria como la que estamos viviendo, una democracia puede decretar estados de emergencia, suspender temporalmente derechos ciudadanos, siempre sujeto por supuesto a revisión y rendición de cuentas. En medio de esto, propalar información tendenciosa de manera irresponsable, que puede tener graves efectos sobre la salud pública, requiere una respuesta enérgica.

Pero también está el riesgo de la creciente judicialización de la actividad política, por lo que lo que debería funcionar es una sanción política y ciudadana. Los actores políticos y sociales leales con la democracia deben tomar partido claro, condenar y aislar a los intentos desestabilizadores. Acá no solo ha habido una mala práctica o un error periodístico, sino una manera irresponsable de hacer oposición que puede tener graves consecuencias sobre la vida de las personas. Es positivo entonces que en los últimos días se hayan pronunciado en contra de las campañas de desinformación el Colegio Médico, el Colegio de Biólogos, o el Consejo Consultivo de Radio y Televisión. Cabe destacar los pronunciamientos de diferentes candidatos presidenciales, especialmente de quienes se pronunciaron también en contra de la exclusión de competidores.

En suma, la democracia tiene herramientas para responder democráticamente a sus amenazas. La clave es que no podernos de lado en momentos como este.

Nuestra extrema derecha



Artículo publicado en El Comercio, martes 2 de marzo de 2021 

La extrema derecha siempre ha existido, pero una novedad relativa es que ahora intenta una representación propia. En la década de los años ochenta, aparecía detrás del discurso socialcristiano del PPC, del liberalismo populista del segundo belaundismo, o del liberalismo más doctrinario del FREDEMO; en la de los noventa, detrás del fujimorismo. En el nuevo siglo, se agazapó detrás de Lourdes Flores, del segundo gobierno de García, nuevamente detrás del fujimorismo con Keiko Fujimori, y luego detrás del tecnócrata financiero Kuczynski. Digamos que la incorrección política manifiesta tendió a ser censurada en el discurso político. Hoy, con sectores de derecha anteriormente predominantes bastante desgastados, en medio de una gran fragmentación y precariedad política, y con un ánimo irritado por efectos de la recesión y de la epidemia, emerge una derecha extrema con una desfachatez antes inimaginable.

En el imaginario de esa derecha, el país estaría secuestrado por una coalición que articula intereses globales y locales, que atenta gravemente contra la integridad del país, por lo que corresponde una cruzada salvífica. En esa coalición estaría el viejo comunismo aggiornado, también sectores liberales bien intencionados, “bienpensantes” pero profundamente equivocados, que resultan tontos útiles (socialconfusos) de una ofensiva que atenta contra los supuestos “valores fundamentales” de la patria: la versión de la religión católica más conservadora, el modelo de familia asociada a ésta, un modelo de sociedad basado en la defensa del orden, la propiedad, y el respeto a la autoridad. Así se explicaría la decadencia del país, que debería ser recuperado defendiendo sus valores “esenciales”: de allí la obsesión por la “defensa de la vida”, el rechazo al aborto en todas sus formas, el rechazo al enfoque de género, y a plantear los derechos y combatir la discriminación de la población LGTBI, el rechazo a la “sexualización” de la educación pública. Estas políticas serían parte de una agenda extranjerizante, gestada en otras sociedades, promovida por organismos internacionales y gobiernos “progresistas” pero que serían incompatibles con nuestras tradiciones. Así se termina metiendo en un mismo saco al Banco Mundial, a la OMS, y el Foro de Sao Paulo o el Grupo de Puebla. Los socios locales de esta coalición internacional serían los viejos izquierdistas reciclados, que ahora controlan las ONGs, los “sociales confusos liberales”, y los “caviares”, estos últimos grupos de “consultores” privilegiados que vivirían de las rentas estatales y la cooperación internacional.

La clase empresarial, los partidos de derecha tradicionales, habrían fracasado y traicionado el papel que les correspondería haber tenido, de allí la necesidad de nuevos liderazgos, que asuman además la necesidad de asumir sin complejos la lucha ideológica. El “progresismo” habría copado los medios de comunicación, las universidades, los centros de investigación, ganado la “batalla cultural”, de allí la necesidad de responder con firmeza, sin complejos. Frente al discurso de los derechos humanos, mano dura contra la delincuencia, contra la inmigración de otros países; frente al “libertinaje sexual”, defensa de la familia convencional; frente al desorden y el caos, recuperación del principio de autoridad y de la moral pública.

¿Cuán grande es la audiencia en nuestro país para este tipo de discurso? No habría que subestimarla, más todavía en un contexto en el que ningún grupo político despierta adhesiones significativas. No solo está la persistencia de tradiciones oligárquicas y excluyentes en nuestras élites económicas; recordemos que en nuestro país un 12% piensa que el aborto no se justifica en ningún caso, independientemente de las circunstancias (IPSOS, 2020), que un altísimo 71% justifica que un hombre agreda físicamente a una mujer en caso ésta le sea infiel (IPSOS 2020); o que un 13% considera que las personas homosexuales, bisexuales y transexuales son poco o nada discriminados, o un 20% que piensa que la homosexualidad es una enfermedad (IPSOS, 2019). O que entre aquellos que simpatizan con la idea de una nueva Constitución, un 74% considera que en ella debe haber penas mayores para delincuentes y corruptos.

miércoles, 9 de junio de 2021

Confianza (2)


Artículo publicado en El Comercio, martes 23 de febrero de 2021 

La semana pasada escribí un artículo sobre cómo las recientes revelaciones acerca de la existencia y distribución de “vacunas adicionales” a las que eran parte de los ensayos clínicos de Sinopharm impactaban sobre la confianza en el país: entre nosotros como ciudadanos, y entre nosotros y nuestras autoridades. Sin embargo, el texto lo escribí antes de conocerse la información más impactante, que se ha ido conociendo a lo largo de los días.

No es novedad que en nuestro país hay corrupción, y serios problemas de justicia distributiva; problemas de exclusión y discriminación, y diferentes formas de “argollas” o redes a través de las cuales se preservan privilegios de manera indebida. Sabemos también que existe una amplia cultura de irrespeto a las normas, y la crítica a la “viveza criolla”, es ya un lugar común. Sabemos además que hay áreas del Estado percibidas como especialmente corruptas (Congreso, Poder Judicial); además, desde el caso lava jato confirmamos y desnudamos lo que también intuíamos: que empresas privadas financiaban campañas clandestinamente, que compraban favores e influencias en las altas esferas políticas, de las que obtenían grandes beneficios. Digamos que lo escandaloso del asunto era la impudicia del asunto, no tanto la novedad. Poco a poco asumimos la decepción por las promesas incumplidas de la “transición” posterior a la década del fujimorismo. Martín Vizcarra terminó siendo una decepción más dentro de una larga cadena; especialmente amarga porque, al igual que Alejandro Toledo, levantó explícitamente banderas de combate a la corrupción, de fortalecimiento de las instituciones democráticas, y pretendió presentarse como la encarnación de una nueva forma de hacer política. Sin embargo, ambos eran creaciones de la política sin partidos, sin instituciones, liderazgos personalistas e improvisados, por lo que, en el fondo, sus trayectorias no son tan inesperadas.

El problema a mi juicio con el escándalo suscitado con la existencia y distribución de las “vacunas adicionales” es que involucra a instituciones supuestamente “inoculadas” frente al mal general del manejo patrimonial del Estado y la falta de solidaridad y compromiso social. La Cancillería, áreas “de excelencia” del Ministerio de Salud, la Universidad Cayetano Heredia, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Y también a personalidades, investigadores, científicos, académicos, de larga trayectoria, prestigio y reconocimiento; está incluso el nuncio apostólico, “consultor en temas éticos”. Instituciones y personalidades formadas y habituadas en principio a seguir procedimientos y prácticas que aseguren una correcta ética profesional, un desempeño ético en la función pública. Todo esto dentro de un gobierno supuestamente dedicado a atender la emergencia sanitaria con la mayor diligencia y sacrificio. Si ellos nos fallan, ¿qué nos queda? Por ello es que este golpe ha sido tan duro.

Frente a este mazazo, no corresponde la respuesta cínica: en tanto todos serían corruptos, en tanto la ética, los principios y los valores no garantizarían nada, se legitimaría el “sálvese quien pueda, como pueda”. Nos igualamos todos hacia abajo. No: lo que corresponde es redoblar la apuesta por la transparencia, los controles, los protocolos, la formación en ética y valores. La moraleja es que se trata de una tarea difícil, permanente, que tiene que estar sujeta a constante revisión autocrítica. En un reciente sondeo preliminar de In Target, resulta que un 23% de los encuestados declara que se habría vacunado antes que los demás si le hubieran ofrecido esa posibilidad. La lección es que la ética profesional y la ética en la función pública no “se resuelven” de una vez y para siempre, sino que deben revisarse siempre a la luz de los nuevos desafíos que aparecen.

A todos los que tenemos responsabilidades en diferentes instituciones y espacios nos toca también actuar, y promover una discusión en nuestros ámbitos sobre cómo evitar caer en las prácticas que con energía condenamos. En contextos críticos y tan difíciles como los que nos ha tocado vivir, aquello que repudiamos podría estar más cerca y dentro de nosotros de lo que quisiéramos admitir.

Confianza



Artículo publicado en El Comercio, martes 16 de febrero de 2021 

Hace muchos años que sabemos que nuestro país tiene un serio problema de confianza y de escasa legitimidad de las instituciones políticas. Según el informe Cultura política de la democracia en Perú y en las américas, 2019/2019: tomándole el pulso a la democracia (Lima, IEP, 2020), Perú es el país de la región con el menor nivel de apoyo al sistema político, con el más bajo nivel de satisfacción con el funcionamiento de la democracia (junto a Panamá). Al mismo tiempo tenemos el porcentaje más alto de encuestados en la región que consideramos a la corrupción como el problema más importante del país, o que pensamos que “la mitad o más de los políticos están involucrados en corrupción”. Al mismo tiempo, somos el país, junto con Brasil, con el más bajo nivel de confianza interpersonal de las américas. Según los datos recogidos entre 2017 y 2020 por la Encuesta mundial de valores, Perú tiene los niveles de confianza interpersonal más bajos del mundo, junto a Albania, Colombia, Indonesia, Nicaragua y Zimbabue.

Existe una amplia literatura que explora los efectos perniciosos que tienen estos bajos niveles de confianza sobre la estabilidad política, el funcionamiento de la democracia y el desarrollo económico. La desconfianza nos condena a vivir en el corto plazo; si no confiamos en los demás, no podemos planificar a mediano o largo plazo, se hace más difícil la acción colectiva, lo que dificulta plantearnos tareas necesarias, pero de implementación compleja y maduración lenta. Nos dejamos llevar entonces por el inmediatismo, lo que impide resolver los problemas de fondo, lo que genera frustración, y un círculo vicioso difícil de romper. En lo político, las identidades partidarias constituyen un muro de contención a la desconfianza; cuando existen, ellas pueden perdonar un mal desempeño en nombre de un capital de credibilidad acumulado y promesas a futuro. Como sabemos, en nuestro país ese dique hace tiempo que se rompió.

En los últimos años, apareció la temática de la producción de noticias falsas (fake news), producto precisamente de la falta de confianza en el mundo institucional, y la aparición de fuentes “alternativas” de información. Los medios institucionales se propusieron, con buena intención, reforzar sus unidades de investigación, sus equipos de contrastación de datos y fuentes. Con el tiempo descubrimos que el problema es mucho más serio: la desconfianza refuerza los vínculos más primarios, nos encierra en nuestros círculos más inmediatos; entonces, no creemos noticias falsas porque no tengamos mejores fuentes de información, es porque las descartamos y optamos por la que nos inspira confianza, que es la que confirma nuestras percepciones previas.

Con todo, el último dique que contiene la expansión de noticias o teorías sin fundamento razonable es la confianza que despiertan algunas fuentes legitimadas por su desempeño, pero sobre todo, por su voluntad de transparencia, autocrítica, rendición de cuentas y mecanismos de control permanentes y eficaces. Centros de estudio e investigación, científicos y expertos, instituciones con una trayectoria reconocida, identificados con la defensa de causas justas por razones principistas. Es lo que algunos llaman la “reserva moral” del país, en las que nos amparamos en condiciones de incertidumbre. En contextos de polarización y desconfianza generalizada, son referentes indispensables.

Los acontecimientos de los últimos días, asociados a un manejo cuando menos de una desprolijidad inaceptable, que sugiere además serios conflictos de interés e incluso la comisión de delitos; donde estarían involucrados personalidades e instituciones de gran prestigio y reconocimiento, constituyen un golpe durísimo para las causas democráticas y la construcción de instituciones. Eso es lo que más duele: que quienes deben ser referentes para combatir el cinismo y la falta de escrúpulos que empiezan a campear, se vean manchados precisamente por ellos. La solución está en la propia lógica de esas instituciones: transparencia, investigación imparcial y sanciones si es que corresponden. Y correcciones para evitar que sucesos como los ocurridos vuelvan a presentarse.