La semana pasada comentaba que estaríamos viviendo el fin de un periodo, que podríamos llamar “postfujimorista”, que se extendió entre 2001 y 2019. En esos años el asunto central era lidiar con la herencia del fujimorismo, marcada por un discurso antipolítico, por el éxito del discurso “neoliberal” entre las elites sociales y políticas, la extrema debilidad de los partidos y de las instituciones democráticas, que permitieron el paradójico fortalecimiento de una élite tecnocrática en áreas clave del Estado.
En lo político, llamó fuertemente la atención la continuidad de la política macroeconómica y de otras “promercado”, a pesar de que en la región se vivía el “giro a la izquierda”. Toledo había prometido en las elecciones de 2000 “construir el segundo piso de la casa” dejado por el fujimorismo; más adelante, inesperadamente, el populista García se convirtió en el ortodoxo García, y el “chavista” Humala rompió rápidamente con el entorno de la “gran transformación”. Es que, si bien en sectores importantes de la ciudadanía existía descontento por lo que se percibía era una distribución injusta de los beneficios del crecimiento, también existía una mayoría, más al centro, que optaba por opciones moderadas. De otro lado, entre los liderazgos políticos primaban consideraciones más bien prudentes y conservadoras, y por supuesto, entre las élites tecnocráticas.
Así, Toledo gobernó con una suerte de coalición de centro; García pudo construir una mayoría parlamentaria con Unidad Nacional y el fujimorismo (a pesar de la oposición de UPP); y Humala, con su viraje, terminó ocupando una posición de centro en la que convergía con Fuerza 2011 y Perú Posible. Con Kuczynski, lo que podría haber sido una supermayoría promercado, con FP con mayoría absoluta en el parlamento y PPK en el ejecutivo… ya sabemos cómo terminó.
Los resultados de la elección parlamentaria de este año abrían la posibilidad de repetir una suerte de mayoría “moderada”, si consideramos la suma de los votos de Acción Popular, Alianza para el Progreso, Somos Perú y del Partido Morado. Pero la fragmentación del voto, la debilidad de esas bancadas, la ausencia de líderes parlamentarios “de peso”, la escasa relación entre las bancadas y las potenciales candidaturas presidenciales, en el marco de la epidemia, están generando una suerte de “rebelión” de los parlamentarios en contra del consenso ortodoxo. No solo la reforma política parece haber perdido el rumbo, también se desafían abiertamente, sin mayor sustento, los criterios de la actuación del Banco Central, del Ministerio de Economía y Finanzas, de la Superintendencia de Banca…
Así como una amplia reacción de los líderes de las instituciones, de los expertos y académicos, y de la opinión ha abierto la posibilidad de que se reconsideren algunas recientes iniciativas en el campo de la reforma institucional, lo mismo debe ocurrir en el de las políticas que han sido clave para la estabilidad del país. Nos estamos jugando demasiado.
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