Artículo publicado en La República, domingo 25 de marzo de 2018
No hace mucho, llamaba la atención la constatación de una inédita, para nuestros parámetros, continuidad y estabilidad en el país. Desde la década de los años noventa en lo económico teníamos neoliberalismo, y en lo político orientaciones de centro derecha. En medio del “giro a la izquierda” latinoamericano, Perú eligió como presidentes a Alan García y a Ollanta Humala, pero la fortaleza del establishment se impuso y ninguno implementó políticas populistas o heterodoxas. Los resultados de las elecciones de 2016 podían ser leídos como una suerte de consolidación de ese orden. Hechas las sumas y las restas, al final el tecnopolítico Kuczynski, candidato “orgánico” de la elite empresarial asumía directamente el gobierno, y la mayoría fujimorista en el Congreso configuraba una amplia hegemonía de derecha. ¿Qué podría salir mal?
Para empezar, está la profunda mutación del fujimorismo, además ganador inesperado de una mayoría absoluta en el Congreso. De ser promotor de las reformas neoliberales en la década de los años noventa, y garante de la continuidad de ese legado durante los gobiernos de García y Humala, asumió con Kuczynski un rol de oposición que implicó involucionar hacia posiciones abiertamente populistas, arriar las banderas de las reformas de “segunda generación”, para defender intereses conservadores. Implementó un estilo agresivo de hacer oposición que implicó censuras a ministros clave, censura a un Consejo de Ministros en el que muchos de sus integrantes, en otras circunstancias, bien podrían haber sido parte de su gobierno, y que terminó con las dos mociones de declaratoria de vacancia del presidente.
Ahora bien, también es cierto que el presidente cayó porque, en ese contexto adverso, se aisló totalmente y al final no quedó prácticamente nadie dispuesto a defenderlo. Para empezar, como supuesto tecnopol fue una completa decepción. Malas decisiones económicas conspiraron contra el crecimiento, abrió una brecha entre tecnócratas y gerentes importados del sector privado, entre gobierno y empresarios. A lo postre se rompió el frente de derecha unido durante 25 años.
Luego está el manejo de las relaciones con la oposición, o las oposiciones. Intentó con Zavala, razonablemente, construir una relación mínimamente cooperativa con el fujimorismo, asumiendo grandes costos, pero al menos algunos objetivos propios estaban sobre el tablero. Pero con Aráoz las concesiones llevaron al inmovilismo y, lo que es peor, no tuvieron ningún resultado favorable. Diversos escándalos amplificados por los medios de comunicación llevaron a la presentación de las mociones de declaratoria de vacancia del presidente. El error garrafal fue creer que el indulto al expresidente Fujimori podría tener un efecto apaciguador y “reconciliador”. Todo lo contrario: exacerbó la furia en Fuerza Popular, se ganó la enemistad y el encono del antifujimorismo, que lo salvó de la primera moción de vacancia, y construyó una alianza informal con un aliado muy endeble, los disidentes encabezados por Kenji Fujimori. A la postre, lo que hizo que la renuncia del presidente fuera inevitable fue el afán de construir una alianza con sectores tan poco confiables.
No creo que ninguna de las múltiples denuncias y acusaciones lanzadas contra el expresidente expliquen su caída. Ninguna de ellas constituye de por sí un delito flagrante, o una falta inexcusable. Si aplicáramos el mismo estándar a los expresidentes Toledo, García o Humala, ninguno de ellos podría haber gobernado. Kuczynski cayó por haber tomado pésimas decisiones, que lo llevaron a la soledad absoluta.
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