Artículo publicado en La República, domingo 5 de noviembre de 2017
En el debate sobre la reforma política y electoral, el Congreso decidió abandonar el camino de una reforma integral y optar por privilegiar en el corto plazo lo urgente, referido a las próximas elecciones regionales y municipales. En esa dirección, se aprobaron cambios en el cronograma electoral que apuntan a establecer plazos más razonables y evitar el cambio en las reglas de competencia una vez iniciada ésta (lo que está muy bien en general); también la prohibición para competir por parte de sentenciados por delitos graves (resultaba imprescindible). Hay dictámenes aprobados por la Comisión de Constitución que todavía no llegan a ser debatidos en el pleno del Congreso, como la iniciativa que busca hacer más transparente el financiamiento de las campañas electorales, acaso el tema más importante del paquete de iniciativas en debate. Como ya se ha mencionado aquí, hay aspectos positivos, como la prohibición de aportes anónimos y la obligación de bancarizarlos, pero el problema es que no hay sanciones efectivas al incumplimiento: la sanción debería ser política, y en última instancia debería llevar a la pérdida de registro de los partidos infractores.
Además, el Congreso acaba de aprobar la eliminación de las organizaciones políticas locales (provinciales y distritales) para las próximas elecciones, salvo las que hayan iniciado ya su proceso de inscripción. Puede ser razonable a mediano plazo, dado que estas organizaciones existen solamente para una elección y luego pierden su registro y dan pie a una excesiva fragmentación, pero no es evidente la urgencia de una medida como ésta, considerando que ya de manera “natural” estas organizaciones están siendo desplazadas por los movimientos regionales (en las elecciones de 2002, las organizaciones locales eligieron 54 alcaldes provinciales, pero en las de 2010 y 2014 apenas 6 y 5, respectivamente, mientras que los movimientos regionales pasaron de elegir 30 en 2002 a 141 en 2014; los partidos nacionales pasaron de 110 en 2001 a 47 en 2014, como referencia). Está también el dictamen que eleva la valla requerida para ser elegido gobernador en primera vuelta, del 30 al 40% de los votos; se trata de una medida inútil, porque no ayudará a dar más legitimidad a las autoridades, y más bien estimulará la fragmentación que se quiere supuestamente reducir. Al ser más exigente el requisito para ganar en primera vuelta se estimula la pelea por el segundo lugar, meta más accesible para los actores secundarios.
Si la preocupación es la legitimidad de las autoridades regionales, deberíamos pensar en cómo funcionan los gobiernos regionales, en particular la relación entre el Gobernador y el Consejo Regional. La experiencia sugiere que en las malas gestiones regionales los Gobernadores suelen actuar con extrema discrecionalidad y arbitrariedad, lo que termina dando lugar a malas administraciones, cuando no a extrema corrupción. Los consejos no funcionan como espacios de fiscalización y control; y así como no existen los partidos nacionales, tampoco los movimientos regionales son representativos, los consejos se eligen sobre la base de las provincias, con lo que los que llegan al consejo básicamente se representan a sí mismos, antes que a colectividades. Para los gobernadores torcidos resulta sencillo cooptar a los consejeros mediante prebendas destinadas a las provincias que representan los consejeros. Si se quisiera hacer algo para mejorar la legitimidad de los gobiernos regionales, se debería pensar en iniciativas que fortalezcan la transparencia y el control de las decisiones de las autoridades.
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