Artículo publicado en La República, domingo 1 de octubre de 2017
Vistas las cosas en perspectiva, mirando el conjunto de América Latina en los últimos años, Perú aparece viviendo una situación privilegiada, aunque suene contraintuitivo para quienes estamos imbuídos en las discusiones domésticas. Hace unas semanas, el colega Ignazio de Ferrari defendía esa posición en las páginas de El Comercio, y concuerdo con él. Por supuesto que hay muchas cosas que están muy mal; o mejor dicho, casi cualquier cosa está muy mal, dada la trayectoria histórica de la que venimos, pero no ser concientes de los cambios positivos que han ocurrido, y no identificar dónde están las bases sobre las cuales apoyarse para seguir avanzando es lo que configurará una profecía autocumplida: todo fue y será una porquería, como en el tango.
En perspectiva, el principal obstáculo que parece estar enfrentando el Perú para seguir avanzando es el “ruido político”, una suerte de conflictividad vacía, una acritud intensa, pero superficial. Es decir, no nos peleamos por definir grandes modelos de sociedad, grandes alternativas de política, la implementación de ambiciosas reformas, sino por cuestiones muy de segundo orden. Como decían algunos fujimoristas ante el pedido de confianza del Presidente del Consejo de Ministros, “no cuestionamos la política educativa general, cuestionamos el manejo de la huelga por parte de la ministra”. El origen de esta situación, me parece, está en el hecho de que el fujimorismo funcionó en los últimos dos gobiernos como una suerte de garante de la estabilidad del modelo económico frente a la amenaza de “involuciones populistas”, y hoy es la oposición a un gobierno que se está convirtiendo en la expresión más orgánica de un gobierno de derecha de orientación pro empresarial de las últimas décadas. Así, la dinámica de conflicto entre gobierno y oposición es intensa, pero artificiosa: un gobierno de Keiko Fujimori podría perfectamente haber contado con la mayoría de los actuales ministros, incluído el presidente, y la bancada mayoritaria dedicaría sus mejores esfuerzos a blindarlos de las críticas.
El frente de defensores del modelo económico se veía unido durante los años de Toledo; luego tuvo gran cohesión bajo la batuta de García, acicateada por la amenaza del humalismo; y empezó a resquebrajarse con Humala. Este era un defensor muy culposo y a última hora del modelo, y empezaron a aparecer discrepancias sobre cómo enfrentar el final del boom de precios altos de nuestros minerales. Kuczynski era supuestamente el personaje político que más confianza podría despertar en el campo de la derecha, pero aparecieron dos problemas: de un lado, una diferencia, que parece sutil pero no lo es tanto, entre un manejo más “empresarial” del Estado frente a uno puramente tecnocrático. Los principios de la Nueva Gestión Pública los emparentan, pero hay diferencias entre ambos. Y del otro lado, lo ya señalado: ahora el fujimorismo (y el APRA) son oposición, apuestan a capitalizar el desgaste del gobierno, por lo que son hipercríticos respecto a las formas y estilos, cuando en realidad coinciden con las políticas de fondo. A esto se suma entusiastamente la izquierda, con su crítica al gobierno de los “lobbies”.
El Gobierno del presidente Kuczynski es ciertamente débil y comete numerosos errores; es muy fácil ubicarlos, señalarlos, y regodearse en los mismos. Y uno puede discrepar con algunas o muchas de sus orientaciones de política. Pero deberíamos tener un debate más sustantivo sobre reformas urgentes y de fondo, y marcar posiciones en torno a ellas, no sobre las superficialidades que concentran la atención de los medios.
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