Artículo publicado en La República, domingo 20 de noviembre de 2016
Desde 2004 el diccionario de Oxford, en su versión inglesa y estadounidense, elige a “la palabra del año” en el idioma inglés, atendiendo su relevancia o significación cultural. En 2016 la palabra elegida en los dos lados del atlántico ha sido “posverdad”, un adjetivo que refiere a circunstancias en las que los “hechos objetivos” pesan menos en la formación de la opinión pública que llamados a la emoción o a las creencias personales. Según Oxford, su mayor uso ha estado relacionado con el referéndum en el Reino Unido sobre la salida de la Unión Europea, y a la elección presidencial de los Estados Unidos; este adjetivo aparece asociado al sustantivo “política”: así, se habla cada vez más de la “política de la posverdad”.
Hasta no hace mucho, un político percibido como mentiroso resultaba moralmente inaceptable; y aquel que por desconocimiento falseaba la verdad también era repudiable, debido a su ignorancia, falta de preparación. En los últimos años, sin embargo, la dificultad de buena parte de la ciudadanía para aceptar hechos que desafían sus sentidos comunes, prejuicios y convicciones, y el asentamiento de retóricas populistas resultan colocando a la “verdad” en un plano secundario. De este modo, la mayoría de votantes ingleses había optado por salir de la Comunidad Europea basados en información equivocada y expectativas sin fundamento; y buena parte de los votantes estadounidenses había votado por Donald Trump a pesar de que lanzó sistemáticamente sobre sus rivales acusaciones que distorsionaban groseramente la realidad, de que su campaña se basó en diagnósticos errados y en propuestas sin mayor fundamento. Lo peor de todo es que podría decirse que la política de la posverdad sería una característica de la política global cada vez más importante, que no nos resulta en absoluto ajena.
En América Latina, hemos tenido tradicionalmente la vigencia de retóricas populistas; una política débilmente institucionalizada, una mayoría de la población excluída social y políticamente, con importantes expectativas de progreso y demandas de igualdad, explicarían la seducción de este tipo de discursos. El asunto es que, en tiempos recientes, a la subsistencia de estos rasgos tradicionales se une lo que se registra también en países desarrollados.
En los últimos tiempos se ha generado una avalancha de información accesible a través de la web y de múltiples medios de comunicación “alternativos” a los tradicionales; para muchos es cada vez más difícil discernir cuán confiables y creíbles son las fuentes. Un criterio es tomar como referencia a los medios más asentados, así como a la voz de los expertos, asociados a las fuentes tradicionales de conocimiento, como las universidades; en el fondo, la credibilidad ha estado asociada al prestigio y la reputación, para lo cual la percepción de las elites es fundamental. Pero, ¿qué pasa cuando la credibilidad de las elites es precisamente la que está en cuestión? En este marco, algunos recurren crecientemente a fuentes de información que más bien validan y refuerzan los propios prejuicios. Esto hace que haya tanta gente que crea en los platillos voladores, la medicina homeopática, múltiples teorías conspirativas, y en discursos políticos demagógicos, por ejemplo. Se suele decir en nuestro medio que tal o cual persona expresó “su verdad”, como si ésta estuviera en cada quien y no fuera de uno; un programa de televisión se llamaba “El valor de la verdad”, pero a ella no se llegaba pediante una investigación metódica, sino a través de un medio de valor bastante cuestionable. Seguiremos con el tema.
domingo, 18 de diciembre de 2016
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