Artículo publicado en La República, domingo 27 de noviembre de 2016
La semana pasada comentaba sobre la creciente importancia de la “política de la posverdad”, fenómeno global por el que, en el debate público, los “hechos objetivos” pesan menos en la formación de la opinión pública que los llamados a la emoción o a las creencias personales. En nuestro caso, si bien los “hechos objetivos” han estado siempre en disputa por conflictos sociales y políticos, lo que ha ocurrido por lo general es que a unos hechos se han contrapuesto otros, por lo que tenemos conflictos de interpretaciones, antes que el puro desdén por la verdad, que es lo que ocurre ahora.
Decía que en los últimos años hemos sido avasallados por una avalancha de información fácilmente accesible a través de la web y de múltiples medios de comunicación “alternativos” a los tradicionales. En el pasado, la opinión de los “expertos”, la información proveniente de las fuentes con más “prestigio” definían la credibilidad y veracidad de los datos; el problema es que hoy la credibilidad de los expertos y de las fuentes tradicionales de conocimiento están en serio cuestionamiento, por lo que, para muchos, todas las versiones se equiparan, y cada quien termina teniendo “su verdad”. Si los expertos se equivocan, si las fuentes de conocimiento tradicionales resultan teniendo sesgos e intereses propios, entonces uno puede quedarse tranquilamente con sus prejuicios y convicciones.
Hay otro factor que me parece relevante: el tiempo en el debate público se ha acelerado radicalmente. El carácter prácticamente instantáneo de las comunicaciones y su llegada al espacio público hace que permanentemente tengamos que formarnos una opinión sobre sucesos de los que disponemos información preliminar, especulativa, o abiertamente falsa. Sin embargo, cuando días, semanas, meses o hasta años después se cuenta con los hechos y la posibilidad de formarse una opinión bien fundamentada, la atención está centrada en los escándalos o debates del día, y rara vez se revisan las posturas asumidas previamente. Las denuncias que movilizan nuestra indignación y refuerzan nuestros prejuicios ganan mucho espacio, los descargos, aclaraciones y explicaciones pasan después prácticamente desapercibidos. Y en tanto vivimos una sucesión incesante de denuncias, escándalos y demás, ocurre no solo que se limita la posibilidad de tener un debate mejor fundamentado, también ocurre que terminamos otorgando importancia a cuestiones triviales y enfrascados en debates improductivos. Al final, la búsqueda de la verdad, la confrontación de versiones diferentes, el recojo de información pertinente, se convierten en exquisiteces y se imponen y reproducen los intercambios basados en prejuicios.
¿Qué hacer? Ciertamente descalificar a los supuestos “ignorantes” que desdeñan la verdad no es el camino. Más bien, corresponde examinar de qué manera todos hemos contribuido al estado de cosas actual. Desde mi orilla, la de un académico, investigador, profesor universitario, creo que nuestro principal deber es no contribuir más al desprestigio de la opinión experta y especializada. Debemos participar en el debate público, pero llamando la atención sobre la importancia de basar nuestras opiniones en evidencia, en el análisis de los hechos. Y debemos separar muy escrupulosamente la presentación de los hechos y datos disponibles de nuestras preferencias, opiniones e interpretaciones. Muchos colegas, dejándose ganar por la pasión, opinan en efecto con el mismo desdén por la verdad que cualquier ciudadano. Si no hay diferencia, entonces pareciera que la verdad, en el fondo, no importara.
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