Artículo publicado en La República, domingo 13 de diciembre de 2015
Muchos asistentes en la última CADE comentaron que la presentación que hiciera el presidente Ollanta Humala fue una de las mejores que haya tenido en los últimos tiempos. Transmitió convicción, confianza, firmeza, propósito. Yo diría que transmitió contar con una identidad, hacía tiempo perdida. Y muy diferente a la que se imaginó tener al inicio de su mandato.
Humala ganó las elecciones buscando hacer la “Gran Transformación”, morigerada por la necesaria “Hoja de ruta”. Rápidamente las circunstancias lo convencieron de que el giro táctico debía convertirse en eje de una nueva identidad. Teniendo que optar entre sus convicciones primigenias, los aliados que lo habían acompañado, y los cambios que le imponía el gobernar, optó por lo segundo. Fue como decidir amputarse el brazo izquierdo, y acaso se convenció de que hacerlo era un acto de valor y responsabilidad castrense; en el convencimiento de que esto era justo y necesario Nadine Heredia cumplió un papel fundamental. Con todo, la dupla Castilla – Trivelli, estabilidad y crecimiento más política social e inclusión, que le funcionó en los dos primeros años, le daban todavía un vínculo con su antigua identidad. Pero a partir del tercer año de gobierno, después del fracaso de la apuesta por César Villanueva en el Consejo de Ministros, al presidente empezó a percibírsele como perdido, y entonces el papel de Nadine Heredia se hizo más preponderante. Y desde entonces, los errores e intromisiones de esta hicieron que dejara de cumplir un papel estabilizador, sino de debilitamiento del gobierno.
Recién en el ultimo año de gobierno, cuando el presidente crecientemente asume el perfil de un lame duck, al que prácticamente no vale la pena golpear porque deja de ser un actor relevante, cuando Humala debe pensar más bien en su futuro como expresidente, este parece haber descubierto una inesperada identidad: el presidente de las reformas tecnocráticas. De lo que se trata ahora es de mantener las políticas sociales de combate a la pobreza, la reforma magisterial, la reforma de la policía, la reforma del servicio civil, la estabilidad macroeconómica, el plan de diversificación productiva. Inesperadamente, el legado del gobierno de Ollanta Humala será un conjunto de reformas de “segunda generación”, que se ven amenazadas por lógicas efectistas y cortoplacistas. Además, esta nueva identidad le proporciona un discurso que le permite distinguirse de propuestas asociadas a la corrupción y la destrucción institucional, del populismo económico, del “piloto automático” de gobiernos anteriores. En el último CADE, por ello, todos los ministros de Estado y el propio presidente Humala generaron una excelente impresión y aparecieron mucho más en sintonía con los desafíos futuros del país que los candidatos presidenciales.
Lástima que una muy mala gestión política y el “ruido político” asociado a este hayan impedido que el humalismo pudiera construir una alternativa, que efectivamente pone en riesgo las reformas que impulsó.
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