sábado, 26 de diciembre de 2020

¿Qué pasó con la derecha?


 Artículo publicado en El Comercio, martes 22 de diciembre de 2020 

Comentaba la semana pasada que uno de los cambios políticos más importantes que ha habido en el país en los últimos años se ha dado en el campo de la derecha, que marca una alteración fundamental en la dinámica de nuestra política de las últimas décadas, y que pone en riesgo la gobernabilidad democrática.

En la década de los años ochenta, por tomar un punto de referencia, la derecha defendía la economía de mercado, la democracia como régimen y valores liberales individuales, frente a una izquierda intervencionista, para la cual la democracia era una farsa (la dictadura de la burguesía) y que ponía énfasis en demandas colectivas y materialistas. La candidatura de Mario Vargas Llosa en 1990 acaso fue el momento cumbre de esta agenda programática. Con el fujimorismo el frente de derecha se resquebrajó: una parte apoyó al fujimorismo, priorizó el establecimiento del orden y la economía de mercado; otra, por el contrario, denunció al fujimorismo como una dictadura, y puso a la democracia y al ejercicio de las libertades como valores superiores.

Con la vuelta a la democracia en 2001, el frente de derecha pareció nuevamente reagruparse. En 2001 Toledo levantó la bandera de la democracia y la lucha contra la corrupción, y al mismo tiempo reivindicó la economía de mercado. 2006 era supuestamente el año de Lourdes Flores con una agenda similar, pero finalmente se impuso Alan García, el “mal menor” frente a la amenaza del Ollanta Humala. Inesperadamente, García, el odiado populista desenfrenado de la década de los años ochenta, terminó siendo un gran defensor de la continuidad del modelo. A pesar de los muchos problemas que tuvo su segunda gestión, sobre la cual cayeron serias denuncias de corrupción, García contó con un apoyo bastante amplio del mundo de la derecha. En la campaña de 2011, quienes mantenían una postura contraria al fujimorismo apoyaron a Ollanta Humala (recordar la “Proclama y juramento por la democracia” respaldada por Mario Vargas Llosa), mientras que, acaso la mayoría, terminó apoyando a Keiko Fujimori. Con todo, la vigilancia del cumplimiento del giro al centro que rápidamente hizo Humala nuevamente pareció reunir a ese frente.

Pero la desaceleración económica, notoria desde 2014, abrió una fisura inédita en el frente económico: algunos pensaron que fortalecer y relanzar el modelo implicaba renovar los esfuerzos por atraer la inversión privada, atacando trabas burocráticas y regulatorias; mientras que otros señalaron la necesidad de implementar reformas institucionales e intentar diversificar nuestro patrón de desarrollo. Y también apareció una nueva fisura, referida a los valores: un sector siguió un patrón más liberal, promoviendo el derecho a la identidad y a la autoexpresión individual, mientras que otro siguió un rumbo más conservador, defendiendo valores religiosos y familiares tradicionales (así surgió el debate sobre el enfoque o la “ideología” de género, por ejemplo).

La campaña de 2016 reflejó esas ambigüedades: Keiko Fujimori no sabía si ser la candidata liberal e institucionalista que se presentó en la universidad de Harvard, o si ser conservadora y populista; y Pedro Pablo Kuczynski nunca supo si debía ser fujimorista o antifujimorista. Al final K. Fujimori optó por lo segundo, con lo que ocurrió un cambio enorme: el fujimorismo dejó de ser el guardián y garante de la estabilidad del modelo económico, y no dudó en enfrentarse encarnizadamente al político que más emblemáticamente lo encarnaba. En esa pugna, sectores conservadores más extremistas ganaron espacio, y entonces resultó que Kuczynski aparecía siendo controlado por la llamada “izquierda caviar”, y luego Martín Vizcarra, y ahora Francisco Sagasti, parecen poco menos que agentes del (neo)marxismo internacional. Así, estos sectores, que antes cerraban filas por la defensa del modelo económico, hoy parecen dispuestos a tirárselo abajo en su lucha ideologizada contra molinos de viento. Si bien pueden no ser mayoría, no son tan pocos en el mundo de la derecha.

Cambios sociales, cambios políticos


Artículo publicado en El Comercio, martes 15 de diciembre de 2020 

Quienes comentamos los sucesos políticos, para dar sustento a nuestros análisis, solemos relacionarlos con tendencias estructurales; de esta manera, no se trataría de sucesos anecdóticos, sino expresión de fuerzas más profundas, veríamos “la punta de un iceberg”. El problema es que la coyuntura peruana es muy cambiante y contradictoria, entonces la apelación a lo estructural hace que parezca que habláramos de países diferentes. En realidad, la estructura no cambia tanto, lo que pasa es que solemos errar en nuestros juicios, ya sea por subestimar o sobreestimar algunas tendencias.

Algunos ejemplos: entre agosto y septiembre, durante las peores semanas de la emergencia sanitaria, para explicar por qué el Covid-19 nos había golpeado tan duro, muchos apelaban al hecho de que décadas de neoliberalismo habían generado un sentido común individualista, poco solidario, desapegado de los asuntos públicos, rasgos especialmente notorios en los jóvenes urbanos. Pero después de las masivas movilizaciones de noviembre, decimos por el contrario que se trata de una generación con interés y ansias de participar en los asuntos públicos, con un alto sentido crítico, del que cabría esperar una renovación en el liderazgo político futuro.

Otro ejemplo: durante años dijimos que en Perú los altos niveles de informalidad, debilidad del mundo gremial y organizado en general hacían que nuestro país no fuera comparable a sus vecinos, países en los que las movilizaciones sociales llegaron a tener grandes impactos políticos, originando incluso la caída de gobiernos y el logro de demandas como nuevos procesos constituyentes. Ahora, después de las movilizaciones de noviembre y la derogatoria de la ley de promoción agraria, parecería que estuviéramos ante una suerte de “despertar” de la movilización y protesta ciudadana, con una capacidad de organización y acción colectiva que no reconocíamos antes.

Un último ejemplo, más de la esfera política. Durante años dijimos que la debilidad de los partidos, su personalismo y cortoplacismo, su desdén por asuntos programáticos y por políticas públicas específicas, habían generado un espacio para que tecnócratas y redes de expertos lograran tener inesperada influencia en la toma de decisiones en algunas áreas. Ahora, esa misma debilidad partidaria explica lo contrario: la mezcla de “buenas intenciones” con desconocimiento o desdén por las razones tecnocráticas por parte de los grupos representados en el Congreso han abierto la puerta a un desborde populista.

En realidad, no deberíamos dejarnos llevar tan fácilmente por lo que aparece novedoso, pero sí habría que reconocer señales de cambio; por supuesto, esto es fácil de decir, difícil de hacer. Así, no creo que estemos ante un cambio sustantivo en la dinámica del conflicto y la protesta social. En realidad, en los últimos veinte años hemos convivido con grandes pero episódicos y relativamente focalizados eventos de protesta, capaces de ejercer cierta capacidad de veto frente a algunas políticas públicas. Toledo tuvo su “arequipazo”, García su “baguazo”, Humala su Conga, por ejemplo. Respecto a las movilizaciones de noviembre, de las más grandes que registre la historia reciente, cabe preguntarse si podrían repetirse fácilmente la constelación de factores que la hicieron posible y que alimentaron su masividad y contundencia. Esto no significa que una experiencia tan significativa como esta no deje huella en cuanto a nuevas formas de organización y expresión de las protestas sociales.

En lo político sí podríamos estar ante cambios más de fondo. No es novedad que haya partidos con plataformas populistas; pero es cierto que después de la crisis política del periodo 2018-2019 esa audiencia parece haber crecido; además, la gran novedad es que partidos que en el pasado eran guardianes de la ortodoxia, o que expresaban formas moderadas de populismo, ahora abrazan abiertamente estas posturas, como Fuerza Popular o Acción Popular. También es nuevo que, en el campo de la derecha, un sector importante haya tenido un giro profundamente conservador, por el cual no teme aliarse con sectores populistas y de izquierda en su crítica a presidentes moderados como Vizcarra o Sagasti. Seguiré con el tema.

El drama de la representación (2)


Artículo publicado en El Comercio, martes 8 de diciembre de 2020  

La semana pasada comentaba que vivimos un dramático problema de representación política: los 24 partidos actuales no nos entusiasman, sentimos que el Congreso que elegimos apenas en enero no nos representa. Y tampoco hay partidos en búsqueda de inscripción que veamos con entusiasmo, a pesar de que según la ONPE en 2019 hubo 96 organizaciones políticas que compraron “kits” electorales para intentar su inscripción (en 2018 hubo 108, en 2017 120, y así sucesivamente).

Si la respuesta no está en los partidos con inscripción vigente ni en quienes están buscando inscripción, ¿qué hacer? Habría que, para empezar, moderar nuestras expectativas: ninguna opción nos satisfacerá del todo, pero por lo menos en algunas podría darse un proceso de renovación. Segundo, deberían consolidarse las nuevas reglas de juego: las barreras de entrada a la competencia política son más bajas ahora (para favorecer la renovación), pero los requisitos para mantenerse dentro deben ser exigentes (no más partidos cascarón). Para incentivar la militancia debe asegurarse la democracia interna tanto para elegir autoridades partidarias como a los postulantes a cargos de elección (mediante elecciones primarias abiertas a la ciudadanía, con votación por candidaturas individuales que luego elimine el voto preferencial). Se limita un poco el oportunismo al establecer un año de militancia para poder participar en las elecciones primarias. Y finalmente, los costos de la acción política se han rebajado con la prohibición de la publicidad política privada en medios masivos. Como he señalado antes, las elecciones de 2021 deberían marcar un reset del sistema político, pero para ello es necesario persistir en la reforma política a partir del próximo Congreso. Quedaron muchos temas pendientes, entre ellos la vuelta a un sistema bicameral (que implica cambios en los distritos electorales, relaciones entre cámaras y entre ejecutivo y legislativo) y reformas del sistema político en los niveles regional y local.

Pero, la gravedad de la crisis de representación política, ¿no nos llama la atención sobre un problema más profundo, que implica las relaciones más amplias entre política y sociedad? En efecto, a lo largo de los años los actores políticos se han separado de la sociedad. Estos surgen cada vez menos de posiciones de liderazgo en gremios, organizaciones sociales, universidades, experiencias de gestión en el sector público o privado. Me corrijo: el problema es aún peor. El drama es que así como los partidos levitan por encima de la sociedad sin tener mayores vínculos con ella, el mundo de las organizaciones sociales atraviesa también serios problemas de representación. Colegios profesionales, cámaras, sindicatos y federaciones, frentes de defensa, asociaciones de todo tipo, parecen también copados por intereses particularistas. Acabamos de pasar por la mala experiencia del Consejo Nacional de la Magistratura, p.e.: incluimos a los colegios de abogados y las facultades de derecho en esquemas abiertos a la participación de la sociedad civil, y tampoco funcionó. Las últimas protestas en Ica, y muchos episodios de protesta previos, muestran lo difícil que es la negociación, precisamente, porque no existen liderazgos sociales fuertes, y así como hay desconfianza en la autoridad, también la hay entre representantes sociales y sus bases, y entre segmentos de las mismas. Y así como hay políticos que desarrollan carreras saltando entre partidos, también hay activistas sociales o brokers que encabezan circunstancialmente protestas sin representarlas propiamente (por eso es que los actos de protestas difícilmente pueden ser “manipulados” por alguien). Una historia común posterior a la convocatoria de grandes movilizaciones o expresiones de protesta es la división y fragmentación de los liderazgos. En suma, la crisis de representación es política, pero también lo es, en igual medida, social.

Surgen así tareas para todos: cada uno debe interesarse e involucrarse más en lo público: desde el barrio, el trabajo, el centro de estudios, el gremio, la asociación. Y por qué no, en el servicio público y la política. Afortunadamente, parece estar agotándose el discurso antipolítico predominante en los últimos treinta años.

El drama de la representación


Artículo publicado en El Comercio, martes 1 de diciembre de 2020  

La representación política se parece a una relación de pareja: el vínculo aparece en circunstancias excepcionales que son muy difíciles de crear de manera premeditada; toma mucho tiempo y esfuerzo construir la identificación y la confianza, pero puede destruirse muy rápidamente, y casi siempre de manera irremediable. Cuando el vínculo funciona, se parece al hinchaje futbolístico: se mantiene la fidelidad a la institución, mientras los jugadores y dirigentes pasan; pero cuando hemos sufrido varias rupturas y decepciones sucesivas, simplemente ya no creemos en nadie, nos invade el cinismo y caemos en un círculo vicioso: somos extremadamente críticos con las ofertas que se nos hacen, lo que debilita las ofertas, que finalmente nunca nos satisfacen. Si bien la representación democrática está en cuestión y debate en todas partes, Perú destaca por tener unos de los sistemas de partidos menos institucionalizado.

Llevamos buen tiempo discutiendo el tema de la representación política. En realidad desde la transición democrática de 2001, donde un hito importante fue la ley de partidos de 2003. El tema fue perdiendo impulso conforme el crecimiento económico pareció soslayar la importancia de las instituciones públicas; avanzamos un poco reconociendo la importancia de la institucionalidad social. Pero desde 2016 volvió a ser un asunto relevante, y desde julio de 2018, con la convocatoria al referéndum sobre diversas  reformas institucionales, estamos debatiendo el asunto intensamente, y desde marzo de 2019 tenemos el insumo del informe de la Comisión de Reforma Política. Debemos continuar y ampliar esa discusión.

Un lema reiterado en las movilizaciones de la semana del 9 de noviembre fue “este Congreso no me representa”, a pesar de que lo elegimos apenas en el mes de enero. E iremos a las elecciones de abril sin haber implementado la reforma política con la lógica con la que había sido concebida. Así, tenemos 24 partidos políticos con inscripción que participarán en las próximas elecciones, pero que no despiertan mayor entusiasmo. En las elecciones internas realizadas este fin de semana, la mayoría de partidos optó por el mecanismo de selección de candidatos a través de un reducido número de delegados, o por elecciones entre sus militantes con listas únicas, lo que se tradujo en una ínfima participación. Solo en Acción Popular y el Partido Aprista hubo verdaderas elecciones, con varias candidaturas presidenciales y votación abierta por candidaturas al Congreso. No nos gustan los partidos existentes, pero tampoco hubo tiempo para que nuevas organizaciones lograran su inscripción. A pesar de que según la ONPE hay decenas de organizaciones intentando inscribirse, solo el Frente Esperanza de Fernando Olivera logró hacerlo.

Así, iremos a las elecciones de abril y muy probablemente tendremos resultados muy similares a los que hemos visto en los últimos años: un presidente sin partido propiamente dicho, sin un equipo de gobierno o cuadros técnicos que puedan ofrecer certidumbre respecto a su programa u orientación; que enfrentará un Congreso fragmentado, en el que resultará complicado armar una mayoría de gobierno; un Congreso con bancadas indisciplinadas y muchos representantes que seguirán lógicas individualistas y particularistas.

¿Qué hacer? No nos gusta lo que tenemos, pero tampoco aparecen alternativas claras en el horizonte. Lo que tenemos que entender a mi juicio es que no habrá soluciones mágicas, que solo saldremos lentamente con mucho esfuerzo colectivo y de concertación, pero siempre y cuando haya persistencia en un camino de reformas. El debate sobre la reforma política quedó inconcluso; además de los temas que quedaron a medias, hubo temas que nunca se llegaron propiamente a discutir, como la vuelta al sistema bicameral, la forma de elección de diputados y senadores, las relaciones entre las cámaras, las relaciones entre ejecutivo y legislativo. Ese debate nos podría haber ahorrado la crisis reciente. Y tampoco hemos discutido la reforma al sistema político en el ámbito regional y municipal. No habrá partido que sea por sí solo la llave de la solución: la clave está en un mayor involucramiento y vigilancia ciudadana.

Presente, pasado y futuro


Artículo publicado en El Comercio, martes 24 de noviembre de 2020 

Las últimas tres semanas han sido de un vértigo impresionante, y en este momento, marcado por el nuevo gobierno de Francisco Sagasti, la Presidencia del Consejo de Ministros liderada por Violeta Bermúdez y la Presidencia del Congreso por Mirtha Vásquez, prima la aceptación y cierta expectativa de cambio. Como ha sido resaltado ya, este desenlace no hubiera sido posible sin la respuesta y la movilización ciudadana, especialmente de los jóvenes, que pareciera anunciar la irrupción de una nueva generación en el espacio público.

Está muy bien dar cuenta de las novedades y potencialidades, pero tampoco debemos olvidar que hay importantes continuidades. La mayoría del Congreso que votó por la vacancia de Vizcarra y llevó a Manuel Merino a la presidencia sigue estando allí, el presidente Sagasti cuenta con una representación parlamentaria mínima, su Consejo de Ministros, integrado por excelentes profesionales, es una respuesta de emergencia e improvisada, y carece de operadores políticos que le proporcionen una primera línea de defensa. Y los límites en la actuación del Estado también siguen allí, en medio de la emergencia sanitaria y los desafíos de la reactivación económica.

Todos nos hemos sorprendido por la movilización de los jóvenes, y ciertamente les debemos en gran medida haber salido de un gobierno muy conservador y desconectado del sentir de la ciudadanía, y que en muy breve tiempo fue capaz de hacer mucho daño. No solo por la represión a las movilizaciones y su saldo en muertos y heridos, sino también por promulgar leyes como la que asigna dos puntos del IGV a gobiernos regionales que no son capaces de invertir bien los recursos que ya tienen, que compromete la estabilidad fiscal del próximo gobierno. Nos hemos asombrado por la masividad de la participación juvenil, mucho más allá de los núcleos más politizados tradicionales, hasta comprender skaters, otakus, y barristas de equipos de futbol. Llama la atención que apenas hace unos meses la imagen predominante, en medio de la epidemia sanitaria, era una en la que nuestros jóvenes eran vistos como individualistas y poco comprometidos, que no respetaban las disposiciones sanitarias, asistiendo a fiestas, practicando deporte y realizando actividades sin distanciamiento social, etc.

¿Era ese diagnóstico era equivocado, y en realidad nuestros jóvenes son la vanguardia del civismo y de la refundación de la república? Seguramente ni lo uno ni lo otro. Desde un trasfondo individualista, o basado en micro solidaridades, de un sentido común transgresor (tema en el que insistía mucho el sociólogo Gonzalo Portocarrero), y antipolítico, la conducta del Congreso terminó generando una sensación de agravio e indignación que despertó una movilización que terminó encauzándose en un sentido democrático. El Congreso, tradicional blanco de las iras ciudadanas, desnudó motivaciones subalternas, y entonces las redes que antes llevaban al ensimismamiento se convirtieron en estructuras de movilización, la supuesta enajenación se convirtió en un variado y novedoso repertorio de formas de protesta, que logró una masividad, espontaneidad, creatividad, descentralización y capacidad de convocatoria y adhesión impresionantes. Pero también es cierto que lo que fue un activo para la movilización, constituye un enorme desafío para construir una propuesta política concreta.

Una palabra también sobre el pasado. Llama la atención en esta coyuntura la miopía de muchos sectores, expresados en el breve gobierno de Manuel Merino, incapaces de entender la situación que enfrentaban. De un lado una derecha que percibe que todo es fruto de la manipulación del comunismo internacional (¿?), a la que había que responder con represión, como de sectores de la izquierda, que interpretan que tanto la vacancia de Vizcarra como la caída de Merino implican un cuestionamiento de fondo al neoliberalismo. Aún ahora no parecen sacar las lecciones de la experiencia que acabamos de vivir.

¿Cuánto de continuidad y cambio terminará imponiéndose? Buena parte se juega en el resultado de las elecciones del próximo año; y los problemas con la oferta política, atención, siguen siendo los mismos.