En términos generales, la respuesta del Estado peruano ante el gigantesco desafío de la pandemia del Covid-19 ha sido positivo. Conscientes de la gran debilidad de nuestro sistema de salud, optamos rápidamente por una cuarentena rígida. Nuestro gasto en salud como porcentaje del PBI está por debajo del promedio latinoamericano, aunque también es cierto que ha ido en aumento, de manera importante, a lo largo de los últimos veinte años. Las carencias son muy grandes, y se han hecho grandes esfuerzos por cubrirlas en una angustiante carrera contra el tiempo: empezamos la emergencia con 276 camas de unidades de cuidados intensivos (UCI), y hoy tenemos más de 800. La cuarentena rígida implicó una decisión rápida privilegiando la salud pública contraria a quienes temían sus efectos sobre la actividad económica; así como el diseño de una compleja operación de ayuda económica a los más pobres, al sector informal, a las familias rurales, que culminó con el otorgamiento de un bono familiar universal, así como políticas de alivio a las empresas, implementadas en muy poco tiempo. En términos de los recursos dedicados al ataque a la pandemia como porcentaje del producto, Perú y Chile aparecen como los líderes de la región.
Pero hoy viernes en
que escribo esta columna, 47 días después de iniciada la cuarentena,
encontramos que la demanda por camas UCI ha empezado a crecer rápidamente desde
el 20 de abril, y ya estamos al borde de nuestra capacidad (atención con que en
la gran mayoría de esos casos el contagio se produjo durante la cuarentena). Al
mismo tiempo, el número de fallecidos ha ido en rápido aumento desde el 18 de
abril, y a estas alturas, si miramos el número de fallecidos por millón de
habitantes, nos acercamos cada vez más a Ecuador, el país más crítico. Esto no
significa que la cuarentena no haya funcionado: si miramos el incremento
porcentual diario del número de infectados antes y después de la cuarentena y
el toque de queda, veremos una caída importante. El drama es que no ha sido
suficiente. Ocurre que es muy difícil que todos los bonos asignados lleguen
efectivamente a las manos de las familias, o que el proceso de cobro pueda
darse con orden y distancia sanitaria; que las líneas de crédito garantizadas
por el Estado lleguen efectivamente a las empresas que lo necesitan. Que
quienes obtienen recursos y pueden acudir a los mercados puedan abastecerse sin
contagiarse. Diversas entidades públicas reciben recursos para la compra de artículos
esenciales, pero estos se pierden en el camino por ineficiencia o corrupción.
La imagen que le viene a uno es la de un corazón que bombea la sangre que el cuerpo necesita, pero ésta no llega a los órganos o extremidades. Un Estado necrosado. Fallamos no tanto por la falta de recursos, o por su no asignación, sino por la falta de reformas institucionales que permitan que esos recursos fluyan a quienes realmente los necesitan. Para esto, la reforma del Estado es la clave. Seguiremos con el tema.
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