jueves, 26 de diciembre de 2019

Metamemorias, de Alan García (2)



Artículo publicado en El Comercio, sábado 21 de diciembre de 2019 

La semana pasada inicié el comentario de Metamemorias, el libro póstumo del expresidente Alan García. Naturalmente, es el último García el que escribe, desde un tono autojustificatorio, aunque con algunos tintes autocríticos y reflexivos, que me parece se van perdiendo conforme avanza el relato.

El último García evalúa críticamente su estilo de liderazgo y decisiones de la década de los años ochenta, pero al mismo tiempo intenta justificarlos, lo que le da tensión e interés al recuento de esos años. Es interesante también una suerte de relectura crítica de las decisiones del APRA que impidieron que Haya de la Torre llegara a la presidencia. García constata que la impaciencia en 1945 y luego la derechización del partido, especialmente a propósito de la alianza con Odría en 1963, lo aislaron y le hicieron perder la hegemonía cultural. En esa línea, evaluando su propia actuación, García considera un error “haberse interpuesto” en la reelección de Alfonso Barrantes en la alcaldía de Lima en 1986, lo que le hizo perder un “aliado fundamental” (p. 189). Más adelante reivindica su papel en la construcción del Instituto de Gobierno de la U. de San Martín de Porres, convocando a “intelectuales del más alto nivel”, con una importante apertura y pluralismo. Finalmente, al hablar de su segundo gobierno, se refiere a su amistad y buena relación con líderes de izquierda como Lula, Michelle Bachelet y Rafael Correa.

Sin embargo, al mismo tiempo, al revisar el nuevo siglo, García señala que la ubicación de su candidatura en 2001 hacia la izquierda fue resultado no deseado del contexto político. Más adelante dice que su ubicación más al centro en 2006 resultó ideal, pero llama entonces la atención el carácter conservador que le imprimió a su segundo gobierno. García reivindica sus logros, y ensaya una autocrítica: “concentrado casi totalmente en las metas numéricas, los resultados sociales y el avance y número de las obras, olvidé que el pueblo siempre espera un ingrediente adicional”. El problema es que la moraleja termina siendo que “faltó el combate contra un sector social, el simulacro de la guerra que la audiencia siempre exige para darle un sino trágico a la escena… vieja conseja: pan y circo” (p. 399). El propio texto implica que ese enemigo era “la amenaza del chavismo”: “esa era entonces la situación en 2006: Venezuela como meta económica e ideológica, Ecuador y Bolivia aliados a ella y Brasil como el ‘gran padrino’ del proyecto social anticapitalista” (p. 333).

Muy poco respecto a lo que hoy vemos como importante: el fortalecimiento de las instituciones, la construcción del Estado, el combate a la corrupción, la reforma de la política, la inclusión social. Una gran ceguera, que explica que en las últimas páginas se imponga un tono de denuncia contra las “persecuciones judiciales” en su contra, sin que García desarrolle una reflexión de las razones de fondo por las cuales, como resultó elocuente por los resultados de las elecciones de 2016, “mi estrella se apagó” (p. 447).

Metamemorias, de Alan García (1)



Artículo publicado en El Comercio, sábado 14 de diciembre de 2019 

En palabras del autor, su libro trata de la presentación de “hechos y experiencias de varios decenios que transfiero a quienes estudian la política e interpretan la historia” (p. 7), pero desde el punto de vista de una “biografía emocional” (p. 15). ¿Qué motivaciones estaban en la base de las decisiones que tomó García a lo largo de su vida? ¿Qué balance retrospectivo hacía García de las decisiones que tomó?

Se trata de un libro de lectura muy provechosa, más allá de las simpatías o antipatías que despierta el expresidente y del destino final de las muchas acusaciones que hubo y siguen apareciendo en su contra. Podría decirse de García, manteniendo las proporciones, lo mismo que él mismo comenta de Simón Bolívar, “era inmenso aún en sus defectos y vanidades” (p. 297), desmesura que el propio García reconoce e incluso aborda al referirse a “la leyenda de mi vanidad intelectual, que (…) seguramente tuvo mucho de cierto” (p. 141, sección en la que se refiere a su “ego colosal”).

El libro se mueve a medio camino entre un tono autojustificatorio, por supuesto, y ciertos tintes autocríticos y reflexivos, que me parece se van perdiendo conforme avanza el relato. Llama la atención el retrato devoto que hace de Haya de la Torre, más “ideólogo o conductor religioso, no un político”; a pesar de ello, García juzga la conducta del APRA en 1945 como signada por la precipitación y la impaciencia; los acuerdos con Manuel Prado en 1956 como un error, que llevaron a la derrota en 1962; también la alianza con el odriísmo, que hizo perder al APRA la hegemonía cultural del país. También la decisión de no presionar por la salida inmediata de los militares en 1977. Estas decisiones van aislando al APRA y su capacidad de interlocución con otros sectores; lo desconcertante es que García cae un poco en lo mismo en el nuevo siglo.

García parece evaluar que el APRA tiende a izquierdizarse en demasía con la Asamblea Constituyente y en la oposición al segundo belaundismo; sin embargo, llama la atención que luego defienda las acciones de su primer gobierno, amparándose en la impaciencia que le había criticado al APRA en 1948 y antes, y en la supuesta contención del desafío de Sendero Luminoso mediante iniciativas distributivas. Claramente, quien escribe es el García más conservador, pero que al mismo tiempo quiere reivindicar algunas acciones de su gobierno. El García que escribe desde la “madurez”, reconoce que hacia 1987-1988 lo responsable era realizar un proceso de ajuste económico, pero que parece ceder a la tentación “maquiavélica” de pensar “espera hasta 1990, deja que el modelo y la crisis le exploten a otro” (p. 252).

Pero luego, García tiene a considerar las acusaciones en su contra y los problemas del APRA como conjuras de sus adversarios. Como que cae en el ensimismamiento que le había criticado al APRA, incluso a pesar de que intentó en su momento tender puentes a través del Instituto de Gobierno de la U. San Martín desde 2001. ¿Por qué no siguió ese camino?

Bolivia, Chile… ¿y Perú?



Artículo publicado en El Comercio, sábado 7 de diciembre de 2019 

Toda la región se ha visto impactada por la “ola” de protestas de las últimas semanas o meses: Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Chile, Colombia… particularmente llamativos han sido los sucesos de Chile, por afectar al país en el que aparentemente habían menos probabilidades de que ocurriera lo que está pasando: protestas que cuestionan el carácter excluyente del orden social y político, de una masividad, persistencia y niveles de violencia desconcertantes.

Perú tiene ciertamente una larga y continua historia de protestas y conflictos. Según datos del Barómetro de las Américas de 2017, Perú aparece en los primeros lugares en cuanto a participación de los ciudadanos en protestas sociales junto a Bolivia, Venezuela, Paraguay, Colombia y Brasil, muy por encima de los porcentajes de Chile o Ecuador. Sabemos por los reportes mensuales de la Defensoría del Pueblo que tenemos muchos conflictos, en el mes de octubre se registraron 134 activos y 53 latentes, de los que el 67% tiene como causa asuntos socioambientales. Pero la última ola de protestas en Chile y otros lugares llama la atención porque no tienen una convocatoria o liderazgo claro, una estructura organizativa aparente detrás, pero muestran una extraña capacidad de agregar demandas y reivindicaciones muy disímiles, de sectores muy heterogéneos, particularmente jóvenes, logrando movilizar cientos de miles de personas, donde algunos grupos recuren a repertorios que implican prácticas de mucha violencia, y que llegan a conmocionar la institucionalidad política.

En nuestro país hemos visto algo de este tipo de dinámica: el pequeño colectivo No a Keiko fue capaz de movilizar miles de personas en 2016 y después, muy disímiles y sin mayor contacto entre sí, en diferentes partes del país, partiendo de convocatorias en redes sociales; e incidieron poderosamente en los resultados electorales y en coyunturas clave de los gobiernos de PPK y Vizcarra. Otro antecedente son los colectivos de jóvenes en contra de la ley de promoción del empleo juvenil a finales de 2014 e inicios de 2015, que lograron la derogación de esa ley. La encuesta de octubre del Instituto de Estudios Peruanos muestra que un 42% percibe que las marchas son un mecanismo eficaz para lograr cambios; que hay muchas razones por las cuales salir a marchar (incluyendo banderas conservadoras); y que por lo menos un tercio justifica recurrir a diversas formas de disrupción del orden público en las protestas.

En nuestro caso ha ayudado que lo que podría haber articulado el descontento, el rechazo a la elite política, se ha canalizado a través de la disolución del Congreso, las nuevas elecciones y la acción de la justicia. Pero si los resultados de las elecciones de 2020, 2021 y 2022 son decepcionantes, y los procesos judiciales no terminan con sentencias firmes en casos emblemáticos, el riesgo de sufrir escenarios similares no es desdeñable. Está en todos implementar los cambios necesarios para evitarlos; empezando por el próximo Congreso.

Empresas y política



Artículo publicado en El Comercio, sábado 30 de noviembre de 2019

Un tema central en la agenda de discusión es la relación entre empresas y política. Está claro que el gran poder económico incide poderosamente sobre la toma de decisiones de Estado y de política pública; esto a través del financiamiento de las campañas electorales, de la gestión de intereses ante las autoridades electas, o mediante diversos mecanismos informales. Cuando no a través de prácticas abiertamente ilegales y corruptas.

En todas las democracias, se intenta limitar la influencia del poder estructural o poder fáctico, que rompe el principio de igualdad que está en la base de la promesa democrática. En nuestro país hemos optado por prohibir los aportes empresariales, y por imponer topes a los aportes individuales, que deben ser declarados transparentemente, y estar bancarizados. Además, por reducir los costos de las campañas, prohibiendo la publicidad política en televisión y radio; y asumiendo el Estado el financiamiento de espacios gratuitos. Al mismo tiempo, existen normas que intentan limitar presiones o influencias indebidas sobre los funcionarios públicos; para ello tenemos normas que buscan hacer transparentes esas gestiones, hemos establecido incompatibilidades y responsabilidades de los empleados públicos, impuesto la declaración de conflictos de interés, entre otros. Se trata de reformas que recién han empezado y que deberían ser complementada por el próximo Congreso.

En otro ámbito, es inevitable que los diferentes intereses empresariales no tengan canales de expresión directa. Para esto, son imprescindibles gremios sólidos que defiendan principios y orientaciones de política generales, no intereses particulares. Hasta no hace mucho, los gremios empresariales solían ser precarios y dependientes de aportes de grandes empresas. Esto ha cambiado en los últimos años, y otra novedad importante es que en algunos gremios y asociaciones los cargos de dirección están en manos de profesionales, no de grandes empresarios. Eso facilita la distancia entre la lógica del gremio y la de intereses particulares. La actuación de Elena Conterno presidenta de IPAE, y de María Isabel León, presidenta de CONFIEP en la CADE se facilita por la mayor autonomía con la que cuentan. Es una dirección que debería extenderse y profundizarse.

Otra iniciativa, que lamentablemente no tiene mayor tradición en nuestro país, es la búsqueda de incidencia a través de centros de investigación o think tanks. Para esto la elite empresarial debería valorar más las ciencias sociales y la investigación, cediendo a la pura ideología. Y desde el mundo universitario debemos defender y promover más el pluralismo académico y la independencia frente al mundo de la política inmediata.

El debate sobre Bolivia (2)



Artículo publicado en El Comercio, sábado 23 de noviembre de 2019

La semana pasada comentaba sobre algunos temas de debate a propósito de los acontecimientos en curso en Bolivia. Uno, la caracterización del gobierno y del régimen político en ese país; segundo, la evaluación de su legado en términos sociales, institucionales y económicos. Terminaba diciendo que era indudable que Morales todavía contaba con un muy importante apoyo popular, pero que, en medio de su declive, la pregunta era si habría una diferencia suficiente para evitar una segunda vuelta. Con un resultado muy ajustado, en un ambiente muy polarizado, se necesitaba una autoridad electoral independiente y confiable, que no existía. Llegamos así al debate sobre el fraude electoral: por la información disponible, parece claro que no había garantías de que el recuento de votos fuera totalmente escrupuloso, pero no queda igualmente claro si los resultados oficiales difieren de manera significativa de los votos “reales” expresados en las actas. A los peruanos esto nos recuerda la elección de 2000: estuvo llena de irregularidades, pero no quedó claro que los resultados oficiales fueran muy diferentes a los “reales”. Se parece mucho también porque las tendencias iniciales en el recuento de votos cambiaron mucho conforme fueron llegando actas del interior del país y de zonas rurales, que cambiaron la expectativa inicial de un triunfo de Toledo. Con todo, en una elección donde las décimas cuentan, se requería de una autoridad electoral muy escrupulosa, que no existió en ninguno de los dos casos. Podría decirse que todo el proceso estuvo desde el inicio lleno de irregularidades que lo viciaron, y aunque no pueda hablarse de fraude, era razonable postular la necesidad de una nueva elección con nuevas autoridades electorales.

El problema es que Morales se proclamó vencedor en primera vuelta antes de que termine el cómputo oficial; luego, ante la indignación y las protestas ciudadanas, aceptó una auditoría de la OEA con resultados vinculantes; en este caso, fue la oposición la que no la aceptó, en un camino de creciente radicalización. Claramente, tanto gobierno como oposición jugaban desde posiciones de fuerza, perdiéndose la oportunidad de una salida institucional. Una vez que la OEA pidió nuevas elecciones, Morales aceptó el pedido, pero esta vez fue la oposición la que siguió presionando por elecciones sin la participación de Morales. En medio de la crisis, Morales no solo enfrentaba la oposición de la extrema derecha, también de sectores medios y parte de sus bases tradicionales de apoyo. No pudo contraponer eficazmente masas contra masas, como en el pasado. En este marco, se produce una insubordinación policial, que da lugar a lo que considero un golpe en efecto “cívico, político y policial”, tal como lo caracterizó Morales, que forzó su renuncia. Un camino institucional hubiera implicado nuevas elecciones con nuevas autoridades electorales, aún mejor sin la participación del propio Morales, como él mismo habría aceptado, pero sin pasar por su salida de la presidencia.

A estas alturas, las decisiones se toman sobre la base de la presión y de la fuerza, no de la legalidad. La opositora Jeanine Añez asume la presidencia sin quórum en el senado, pero con un MAS boicoteando la sesión. El MAS desconoce al nuevo gobierno, y éste responde con pura represión. Bolivia no es viable excluyendo al MAS, y tampoco a la diversa oposición a éste. Como ha recordado recientemente el expresidente Rodríguez, las negociaciones en 2005, en una situación también crítica, permitieron nuevas elecciones aceptadas por todos, por ahí va el camino de salida.

Debates sobre Bolivia (1)



Artículo publicado en El Comercio, sábado 16 de noviembre de 2019

El primero, sobre el pasado inmediato. Hace tiempo que los politólogos discutimos sobre cómo caracterizar al régimen político bajo Evo Morales. En el marco de las evaluaciones sobre la calidad de la democracia, solíamos decir que en Bolivia se había avanzado significativamente en democratización social, pero había problemas serios con la dimensión institucional y el equilibrio de poderes. Algunos decíamos que desde que Evo Morales desarrolló una lógica de cooptación y control de las instituciones políticas clave podía hablarse ya de un régimen autoritario. Ya la reelección de 2014 fue fruto de una cuestionable interpretación auténtica a la usanza de la de Alberto Fujimor en 2000, y la de este año resultado de una maniobra por la cual Morales consiguió que el Tribunal Constitucional pasara por encima de la decisión del referéndum de febrero de 2016. Esto mediante una resolución según la cual poner límites a la reelección “viola sus derechos humanos”, amparándose supuestamente en la Convención Americana de Derechos Humanos. A estas alturas, ya era evidente que Morales encabezaba una forma de régimen autoritario. Simpatizantes de concepciones “sustantivas” de la democracia defendían a Morales desdeñando el respeto a los procedimientos democráticos: muchos de ellos ahora denuncian la ocurrencia de un golpe de Estado y exigen el respeto estricto al Estado de derecho. Una gran lección.

Segundo, sobre los logros de Morales. No se puede negar que a Morales lo acompañó un abrumador respaldo ciudadano: ganó en 2005 con el 53.7%, se reeligió en 2009 con el 64.2%, y nuevamente en 2014 con el 63.4%. Logró un respaldo que iba más allá de los sectores populares, que incluyó a los medios y buena parte de los altos. El crecimiento económico y la reducción de la pobreza legitimaron su gobierno, y es destacable que si bien bajo Morales se renegociaron los contratos de explotación con empresas extranjeras en el sector hidrocarburífero, se mantuvo la ortodoxia macroeconómica. Sin embargo, con el final del boom de los precios de nuestras exportaciones, las cosas cambiaron: desde 2014 Bolivia tiene déficit fiscal como no lo tenía desde 2005, llegó a -8.3% en 2018, el peor de toda la región después de Venezuela (el de Perú fue -2.5%), nivel casi tan malo como el de 2002 (-8.8%), cuando Morales encabezaba las protestas en contra de Gonzalo Sánchez de Lozada. Y desde 2015 enfrenta un creciente déficit comercial como no lo tenía desde 2003. Es decir, en materia económica, Morales ha incubado una crisis que reventará en un tiempo no muy lejano, como aquella en contra de la cual Morales se levantó a inicios de siglo. El círculo se cierra. Parece claro que el objetivo de la reelección no solo se llevó de encuentro a la institucionalidad democrática, también supeditó un manejo responsable de la economía.

A pesar de todo, el desgaste de Morales abrió la puerta para una elección competitiva en octubre. No se puede negar que, a pesar de haber perdido un respaldo importante, tanto de sectores medios como de sectores populares, Morales y el MAS todavía podían presentarse como la primera fuerza política del país; en octubre, el MAS ganó la mayoría absoluta tanto de los diputados como de los senadores. La definición de un autoritarismo competitivo. La pregunta es si habría una diferencia suficiente para evitar una segunda vuelta, de pronóstico incierto. En medio de un resultado muy ajustado, de un ambiente polarizado, se necesita una autoridad electoral confiable, que no existía. Por ello la controversia sobre si ocurrió o no un fraude (sigo).

Sobre partidos y candidatos



Artículo publicado en El Comercio, sábado 9 de noviembre de 2019

Los partidos políticos han iniciado el proceso de selección de sus candidatos al Congreso que elegiremos el 26 de enero, y un sentimiento de desencanto cunde entre muchos. Era de esperar que el resultado no fuera tan distinto de procesos anteriores: se trata de una elección que debe realizarse muy rápidamente, en la que participan los mismos partidos que ya estaban inscritos (salvo el Partido Morado), la reforma política quedó inconclusa, las reformas que se aprobaron en el Congreso y que fueron promulgadas por el ejecutivo en agosto no entraron en vigencia.

Tenemos un panorama en el que, de un lado, están los partidos algo más estructurados, con algún perfil identitario, con alguna militancia de base. Esto que es un cierto activo para la movilización se convierte en desventaja en tanto los militantes promedio estén alejados del promedio de electores. Así se entiende que las bases de izquierda hayan optado por privilegiar a los líderes más “representativos” de sus sentidos comunes domésticos, a costa de perder atractivo ante la opinión pública. Esto también vale para el fujimorismo, aunque, dado su descrédito en general, se entiende que apuesten a movilizar a su “núcleo duro” para sobrevivir. En el otro extremo, tenemos a los partidos que son apenas combis que recogen pasajeros que harán seguramente un trayecto corto. Hay algunas que circulan por la izquierda, como UPP, otras que van por el lado derecho, como Solidaridad Nacional. Otros van accidentadamente por el medio como APP, Perú Patria Segura o Podemos Perú. Finalmente, tenemos grupos que tienen cierta historia y que han llevado procesos un poco más ordenados, como AP, el PPC, o Somos Perú.

La elección de 2020 debió servir como filtro para las elecciones de 2021, pero el JNE decidió no aplicar la ley de cancelación del registro de organizaciones políticas. Por lo menos deberíamos evitar la burla a los electores de presentar una lista de candidatos y retirarla si es que se evalúa que no se pasará la barrera de obtener el 5% de los votos congresales o seis representantes electos. Y debería sin duda cancelarse el registro de quienes, participando, no son capaces de superar la valla electoral.

Vivimos, como hemos señalado muchas veces, una situación de partidos sin políticos y políticos sin partido. Lamentablemente, ya se ha hecho costumbre aquello de “lanzar” primero una candidatura y después encontrar el vehículo para llegar al parlamento. En el Congreso disuelto apenas 38 de 130 eran militantes incritos en los partidos que los eligieron; nada indica que el próximo vaya a ser muy diferente, con los problemas que eso acarrea después: transfuguismo, dificultad para establecer grupos parlamentarios coherentes, para construir acuerdos. El problema estará, me parece, más en la escasa cohesión de los grupos que en la dispersión del voto en muchos de éstos. Recordemos que en 2001, si bien obtuvieron representación 11 grupos políticos, de aplicarse la valla vigente actualmente, solo habrían entrado cinco; en 2006, entraron siete, y con la valla actual solo habrían sido cinco; en 2011 entraron seis. En 2016, como sabemos, nuevamente seis, pero en el momento de la disolución, teníamos trece.

No sabemos cómo será esta vez, en la que solo elegimos Congreso y no tendremos campaña presidencial, pero dado lo corta que será esta campaña, el peso de los logos más conocidos probablemente influya mucho en la decisión de los electores. Pero si bien dejaremos el escenario del obstruccionismo de una mayoría opositora, pasaremos a los problemas de la atomización individualista. Veremos.