Artículo publicado en El Comercio, sábado 9 de noviembre de 2019
Los partidos políticos han iniciado el proceso de selección de sus candidatos al Congreso que elegiremos el 26 de enero, y un sentimiento de desencanto cunde entre muchos. Era de esperar que el resultado no fuera tan distinto de procesos anteriores: se trata de una elección que debe realizarse muy rápidamente, en la que participan los mismos partidos que ya estaban inscritos (salvo el Partido Morado), la reforma política quedó inconclusa, las reformas que se aprobaron en el Congreso y que fueron promulgadas por el ejecutivo en agosto no entraron en vigencia.
Tenemos un panorama en el que, de un lado, están los partidos algo más estructurados, con algún perfil identitario, con alguna militancia de base. Esto que es un cierto activo para la movilización se convierte en desventaja en tanto los militantes promedio estén alejados del promedio de electores. Así se entiende que las bases de izquierda hayan optado por privilegiar a los líderes más “representativos” de sus sentidos comunes domésticos, a costa de perder atractivo ante la opinión pública. Esto también vale para el fujimorismo, aunque, dado su descrédito en general, se entiende que apuesten a movilizar a su “núcleo duro” para sobrevivir. En el otro extremo, tenemos a los partidos que son apenas combis que recogen pasajeros que harán seguramente un trayecto corto. Hay algunas que circulan por la izquierda, como UPP, otras que van por el lado derecho, como Solidaridad Nacional. Otros van accidentadamente por el medio como APP, Perú Patria Segura o Podemos Perú. Finalmente, tenemos grupos que tienen cierta historia y que han llevado procesos un poco más ordenados, como AP, el PPC, o Somos Perú.
La elección de 2020 debió servir como filtro para las elecciones de 2021, pero el JNE decidió no aplicar la ley de cancelación del registro de organizaciones políticas. Por lo menos deberíamos evitar la burla a los electores de presentar una lista de candidatos y retirarla si es que se evalúa que no se pasará la barrera de obtener el 5% de los votos congresales o seis representantes electos. Y debería sin duda cancelarse el registro de quienes, participando, no son capaces de superar la valla electoral.
Vivimos, como hemos señalado muchas veces, una situación de partidos sin políticos y políticos sin partido. Lamentablemente, ya se ha hecho costumbre aquello de “lanzar” primero una candidatura y después encontrar el vehículo para llegar al parlamento. En el Congreso disuelto apenas 38 de 130 eran militantes incritos en los partidos que los eligieron; nada indica que el próximo vaya a ser muy diferente, con los problemas que eso acarrea después: transfuguismo, dificultad para establecer grupos parlamentarios coherentes, para construir acuerdos. El problema estará, me parece, más en la escasa cohesión de los grupos que en la dispersión del voto en muchos de éstos. Recordemos que en 2001, si bien obtuvieron representación 11 grupos políticos, de aplicarse la valla vigente actualmente, solo habrían entrado cinco; en 2006, entraron siete, y con la valla actual solo habrían sido cinco; en 2011 entraron seis. En 2016, como sabemos, nuevamente seis, pero en el momento de la disolución, teníamos trece.
No sabemos cómo será esta vez, en la que solo elegimos Congreso y no tendremos campaña presidencial, pero dado lo corta que será esta campaña, el peso de los logos más conocidos probablemente influya mucho en la decisión de los electores. Pero si bien dejaremos el escenario del obstruccionismo de una mayoría opositora, pasaremos a los problemas de la atomización individualista. Veremos.