Artículo publicado en La República, domingo 20 de agosto de 2017
Creíamos conocer una historia que decía que en 2007, con la aprobación de la ley de carrera pública magisterial, habíamos sentado por fin las bases para la mejora de la calidad en el sector educación, que diversas mediciones habían diagnosticado como realmente paupérrima. En medio de muchos conflictos y tensiones, ciertamente, se fue imponiendo una nueva lógica, que habría incorporado también al magisterio. Parecía que las resistencias, asociadas a grupos radicales, estaban confinadas a un par de regiones, como Ayacucho y Junín. Después de las elecciones regionales de 2011, con la presidencia regional de Vladimir Cerrón, por ejemplo, había el temor de una mayor radicalización, que no ocurrió. Por el contrario, durante el gobierno anterior, con las gestiones de Patricia Salas y Jaime Saavedra, la reforma magisterial parecía avanzar con relativamente pocas tensiones; los salarios se recuperaban, la inversión en el sector crecía, la lógica meritocrática parecía legitimarse.
Hoy vemos que durante este periodo de aparente paz se estaban acumulando tensiones y descontentos crecientes, conforme el temor de que las evaluaciones de desempeño se traduzcan en despidos se hacía más cercano. Por ello la demanda central de las protestas hoy, en el fondo, más allá de la retórica, parece ser la defensa de la “estabilidad laboral”. De allí que la huelga haya continuado y se haya incluso extendido a pesar del acuerdo de aumentos importantes de salarios. Así se puede entender la extensión, masividad y convicción de los huelguistas, y el que hayan decidido seguir a las dirigencias asociadas al CONARE y no al CEN del SUTEP. La mayoría de maestros percibe que ponerse al día con los nuevos niveles de exigencia resulta un esfuerzo imposible de realizar.
A nadie le gusta el predominio de líderes de CONARE en el magisterio, pero la realidad es que sus líderes son los que encabezan la protesta. Por ello resultó un error supeditar la lógica de la negociación a la lógica de debilitar al CONARE levantando sus supuestos vínculos con Sendero Luminoso. Este tema se debe monitorear muy cuidadosamente por supuesto, y llevar a acciones judiciales cuando corresponda. Pero me parece que la mayoría de maestros, si bien pueden manejar una retórica radical asentada en lo que Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart llamaron “idea crítica del Perú”, distan de otorgar un respaldo “orgánico” a sus líderes. Ocurre que ellos canalizan mejor en esta coyuntura sus temores y demandas.
El gobierno debe hilar muy fino su respuesta. Debe ciertamente haber mejoras salariales y en condiciones de trabajo, y en ese terreno el asunto parece estar bien encaminado. Pero no se debe retroceder en la lógica de vincularlas a capacitaciones, evaluaciones y meritocracia. Se debe persuadir a los docentes de que no hay una lógica punitiva, pretextos para una ola de despidos masivos, sino una voluntad de mejora, y así aislar a los sectores radicales. Ese es el camino, no uno exclusivamente policial y represivo. Por supuesto, fácil de decir, difícil de hacer. Para ello es imperativo no dejar solo a un gobierno débil: en vez de aprovechar su precariedad para hacerlo piñata con el riesgo de derrumbar la reforma educativa, los sectores de oposición deberían dar una mano. Sectores de oposición se han movido con un cortoplacismo lamentable. Por ello el papel jugado por la junta de portavoces del Congreso me parece muy imporante: y lamentable la ausencia del fujimorismo. El saldo de esta huelga debe ser un renovado compromiso político, nacional, en torno a profundizar y mejorar la reforma, no retroceder.
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