Artículo publicado en La República, domingo 23 de abril de 2017
Decía la semana pasada que escándalos de corrupción recientes y los retos de la reconstrucción después de los desastres “naturales” nos obligaban a repensar la descentralización. A estas alturas, resulta claro que el gran supuesto de este, que desde lo local o regional la gestión pública resultaría más eficiente que desde el gobierno central, y que la representación política se legitimaría, no siempre funciona. Muchas veces los gobiernos locales y regionales no tienen las capacidades necesarias, en el mejor de los casos, o no tienen interés en asumir sus responsabilidades. Además, la fragmentación extrema de la autoridad pública en regiones, provincias y distritos dificulta la coordinación y exacerba el localismo. Peor aún, estos espacios pueden ser capturados por grupos de poder particularistas o intereses mafiosos. En los últimos años el aumento de los presupuestos públicos ha hecho más “atractiva” la política local y regional para todo tipo de intereses, al mismo tiempo que el crecimiento de actividades informales e ilegales ha hecho que, para mantenerse y expandirse, se requiera el control de la autoridad política.
Habría que atacar el problema desde varios ángulos; fortalecer los organismos de control, por supuesto. Luego, mejorar los controles políticos: los regidores y consejeros regionales deberían ejercer funciones de fiscalización, pero la legislación actual no ayuda. La mayoría automática con que cuentan los alcaldes y la elección del consejo regional en circunscripciones provinciales favorece la cooptación de la oposición y la arbitrariedad de los gobernantes. Tercero, una reforma política que incluya más transparencia en el financiamiento de las campañas, prevención de conflictos de interés y más exigencia en la selección e inscripción de candidatos ayudaría. Respecto a esto último, lamentablemente, parece que el Congreso dejará escapar la oportunidad de mejorar las reglas aplicables a las elecciones municipales y regionales de 2018.
De otro lado, en cuanto a la reconstrucción post-desastres, el gobierno parece ser consciente de la experiencia fallida de Pisco e Ica después del terremoto de 2007. Alan García pareció seguir los consejos de Alvaro Uribe y creó FORSUR, ente especial dirigido por el empresario Julio Favre, buscando mayor rapidez y eficacia. En Colombia, el FOREC, creado después del terremoto de 1999, aparecía como modelo, con una institucionalidad especial, autónoma, con participación privada y de la sociedad civil. Sin embargo, la ley de creación de FORSUR redujo a éste a un papel coordinador, y colocó a ministerios, regiones y municipios como ejecutores. Careció de los recursos necesarios y cayó presa en la maraña burocrática. No contó con el apoyo del ejecutivo, ni con el de las regiones y gobiernos locales, ni tuvo capacidades propias. Rápidamente entró en conflicto con el gobierno regional de Ica y el municipio provincial de Pisco, que impidieron una acción coordinada, y luego en el uso de los recursos asignados proliferaron los problemas de corrupción (en los tres niveles de gobierno, ciertamente).
Afortunadamente, el Perú de hoy no es el de 2007. El gobierno central parece más consciente de la magnitud del desafío que tiene por delante, y el regional de Piura, por ejemplo, parece un muy buen socio. El Estado cuenta con mejores instrumentos para empadronar damnificados y diseñar políticas. Y en cuanto a la descentralización parece claro que el criterio debe ser que ella debe avanzar solo en la medida en que haya capacidad de sustituir y mejorar la acción del Estado central.
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