Artículo publicado en La República, domingo 31 de julio de 2016
Se ha convocado para el próximo sábado 13 de agosto a una marcha nacional en rechazo a la violencia y la discriminación contra las mujeres, siguiendo una ola reivindicativa iniciada en Argentina el año pasado, seguida también en países como Uruguay, Chile y México. Según datos de la CEPAL, cuando menos 1678 mujeres fueron asesinadas en 2014 por razones de género en América Latina: los países con más casos de feminicidio fueron Honduras, Argentina, Guatemala, República Dominicana, El Salvador, Ecuador y luego, lamentablemente, nuestro país. Si miramos el número de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en los últimos años, Perú aparece en los primeros lugares, detrás de Colombia, Argentina y República Dominicana. Lamentablemente, en nuestro país sobran las razones para sumarse a esta movilización.
El desencadenante de la violencia de género sería el que para algunos varones resulte “inaceptable” que las mujeres no se ajusten a las conductas que ellos esperan de ellas: así, según criterios patriarcales tradicionales, considerados “naturales”, las mujeres deberían ser recatadas y sumisas en su trato con los varones; fieles y obedientes con sus parejas; y laboriosas al cumplir lo que sería su función principal, el cuidado del hogar, de los hijos. Al mismo tiempo que, en el espacio público, se asigna a las mujeres el papel de adorno y fuente de provocación erótica. Debería ser evidente a estas alturas del siglo XXI que basta mirar la historia de la humanidad y comparar diferentes culturas para constatar que esos patrones no son en absoluto “naturales” y que condenan a las mujeres a una situación de subordinación inaceptable.
Llaman por ello la atención las declaraciones del cadenal Cipriani, quien en su homilía durante la misa de 28 de julio rechazó las campañas que pretenderían imponer “la llamada ideología de género”, calificándolas de “no humanas” (¡!). Los estudios de género, que el cardenal pretende descalificar llamándolos “ideología”, cuestionan precisamente la “naturalización” de los roles de género, paso necesario para propugnar relaciones igualitarias. A propósito, cuestionar el supuesto carácter “natural” de las identidades en las personas es también un paso necesario para combatir los crímenes de odio en general, que imponen estereotipos perniciosos a grupos étnicos y raciales, religiosos, y a personas de orientaciones sexuales diversas, desde las cuales se catalogan como “correctos” y “superiores” ciertos patrones, y se descalifican a otros como “anormales”, “desviados”, y hasta peligrosos, con lo que se abren las puertas a la intolerancia y la violencia.
Acaso la iglesia católica debería examinar a su interior de qué manera reproduce y consagra discriminaciones de género, como por ejemplo la exclusión de las mujeres del sacerdocio, por mencionar solo alguna, que tiene sus orígenes remotos en los primeros siglos de la era cristiana, pero que no tienen sentido hoy. O cómo no deslinda con suficiente claridad con prácticas como la pedofilia o el hostigamiento sexual a feligreses, otras formas de violencia.
Una última idea: las estadísticas referidas a la violencia de género muestran un patrón en el que los victimarios suelen ser parte del entorno cercano de las víctimas. Los victimarios, en suma, suelen ser nuestros parientes, amigos, conocidos. Muchas veces, personas que en otros ámbitos de sus vidas pasan por “buenos ciudadanos”. Gran parte de la lucha en contra de la violencia de género y la discriminación nos exige posturas más firmes respecto a lo que ocurre en nuestro entorno más inmediato. Tarea para todos.
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