Artículo publicado en La República, domingo 23 de febrero de 2014
A estas alturas, solo quienes piensan que la democracia representativa no es más que la fachada de la dictadura de la burguesía, y que para acabar con ella es necesario imponer la dictadura del proletariado en nombre de los intereses de la mayoría, pueden estar conformes con lo que pasa en Venezuela. Perciben una revolución defendiéndose de sus enemigos.
Sin embargo, creo que para quienes de buena fe simpatizaban con la “revolución boliviariana” porque veían el final de una etapa percibida como corrupta y elitista, el inicio del final de la hegemonía neoliberal en América Latina, y esperaban cambios que llevarían al bienestar de la mayoría y a la prosperidad de Venezuela, tendrán que reconocer que con Chávez se construyó un proyecto personalista, que afianzó el clientelismo tradicional, la dependencia de la renta petrolera, la ineficiencia estatal, entre otros males que supuestamente desaparecerían. Es cierto que politizó y movilizó a sectores populares antes excluidos, pero dentro de esquemas populistas convencionales; por ello también impuso una lógica de confrontación, polarizó al país, se nutrió de generar antagonismos. En el camino, destruyó las instituciones estatales, erosionó seriamente las libertades civiles y políticas.
Con Maduro estas características no han hecho sino hacerse evidentes; podría decirse que Maduro es víctima de las decisiones tomadas y dejadas de tomar por Chávez. Ahora, a los males del autoritarismo hay que sumar el agotamiento de un modelo económico controlista, y la percepción de que Maduro no tiene capacidad de ofrecer nada nuevo. Acaso la gran diferencia del actual ciclo de protestas respecto de años anteriores (más grandes fueron las del ciclo 2001-2004) es que ahora al gobierno no parece quedarle más respuesta que el endurecimiento y la pura represión (para lo cual la beligerencia de la oposición le resulta funcional). Pienso por ello que, aún a pesar de que Maduro probablemente logre pasar esta coyuntura (la oposición tampoco tiene un proyecto viable y su radicalidad unifica, no debilita la coalición de gobierno), la recordaremos como la del final del sueño revolucionario “bolivariano”, tal como el caso Padilla en 1971 acabó con las ilusiones respecto a Cuba, o el descubrimiento de la “piñata” nicaraguense en 1990 con las de la revolución sandinista.
Vistas las cosas en perspectiva, la conclusión es que el voluntarismo revolucionario, cuando no acepta las realidades políticas que enfrenta (en este caso, un gobierno débil, que ya no puede proclamarse como mayoritario, que enfrenta un descontento real), deviene en un proyecto conservador y represivo. Otros proyectos de izquierda, más flexibles, que supieron aceptar espacios para la oposición, que reconocieron problemas de legitimidad política y optaron cuando fue necesario por caminos conciliadores, han logrado mejores resultados. Por ejemplo, Evo Morales parece que logrará su segunda reelección en octubre sin mayores dificultades.
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