martes, 21 de febrero de 2012

La historia y la identidad peruana

Artículo publicado en La República, domingo 19 de febrero de 2012

La semana pasada participé en un seminario con docentes en el que discutimos sobre las miradas del país que transmite nuestra escuela pública, y vimos que aún ahora se halla relativamente vigente lo que Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart llamaron en 1986 “la idea crítica del Perú”, en la que la historia del país aparece como una sucesión de “episodios traumáticos y de esperanzas frustradas”. El imperio incaico, nuestra “mejor época” fue destruido por un puñado de invasores. La colonia está marcada por el abuso, y el fracaso de Túpac Amaru impidió que esto cambiara, de allí que la independencia no tuviera mayor significación y fuera traída “desde afuera” por San Martín y Bolívar. En el siglo XIX vivimos “a la deriva”, y por eso fuimos derrotados en la Guerra del Pacífico. Finalmente, en el siglo XX, diversos intentos reformistas fueron derrotados por la oligarquía. El Perú sería un país inmensamente rico, y si el pueblo es pobre es porque la riqueza es apropiada por potencias extranjeras, gobernantes y élites corruptas y egoístas. La enseñanza de la historia debería mantener vivo este recuento de agravios para fundamentar una futura liberación, que requeriría necesariamente de cambios muy radicales. No debería sorprendernos la vigencia de estas ideas en la escuela y en nuestra cultura política; hace unas semanas comentaba un artículo de Sinesio López en el cual, a grandes rasgos, se basaba en este tipo de lectura (“La captura de Ollanta, LR, 29 de enero de 2012).

De cara a la conmemoración o celebración del bicentenario de nuestra independencia, urge un gran debate nacional en torno, primero, a la veracidad histórica de esta visión y, segundo, si es que esta es la visión de nuestra historia a partir de la cual queremos construir nuestro futuro como país. Respecto a lo primero, habría que decir que el mundo prehispánico fue admirable pero despótico, y se derrumbó por sus contradicciones internas, como han señalado María Rostworowski y otros. Nuestro orden colonial está marcado por el mestizaje y la asimilación local de los elementos provenientes de occidente, donde, si bien fue estamental, en él pudo desarrollarse una élite indígena. Habría que leer más a Juan Carlos Estenssoro y otros. Sobre la independencia habría que leer más a Scarlett O’Phelan, quien rescata una larga historia de sublevaciones mestizas y criollas en nuestro territorio. Sobre el siglo XIX y la formación del Estado nacional habría que leer a Cristóbal Aljovín, Gabriela Chiaramonti o Cecilia Méndez, por ejemplo, quienes muestran complejas articulaciones políticas entre elites y sectores populares. Más adelante perdimos la Guerra con Chile, pero como muestra Carmen McEvoy, sería un error asumir el discurso del triunfador, según el cual ellos ganaron por ser “superiores” y nosotros “inferiores”. Finalmente, ya en el siglo XX, el propio Sinesio López ha planteado la visión de un Estado que va democratizándose progresivamente a partir de “incursiones de los de abajo”.

Sobre estas bases podríamos abordar mejor el segundo desafío. No deberíamos entender la historia como el remoto e inescapable origen de los males que, inalterados, sufrimos en el presente, sino como un escenario complejo y cambiante siempre abierto a diversos desenlaces, donde no hay oposiciones binarias ni determinismos ni esencias inevitables, de modo que el cambio está disponible para todos en el futuro y no pasa por fórmulas simplistas.

VER TAMBIÉN:

La "idea crítica": una visión del Perú desde abajo
Gonzalo Portocarrero y Patricia Oliart
http://www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/Portocarrero%20y%20Oliart.pdf

El párrafo final de mi artículo está inspirado en un artículo que leí de Juan Carlos Estensoro, “Del paganismo a la santidad. Historia de un libro” (en: Libros & artes: revista de cultura de la Biblioteca Nacional del Perú, n° 8, octubre 2004, p. 10-12):
http://www.bnp.gob.pe/portalbnp/pdf/libros_y_artes/Librosyartes8_4.pdf

“… para mí la reflexión histórica debe convertirse en una suerte de mala conciencia que obligue a un ejercicio crítico permanente respecto del presente, poniendo en duda nuestras certidumbres y ello con el máximo rigor posible. La Historia debería también servir para ofrecer, sin imponer ninguna moraleja reductora, los elementos para comprender el momento que se vive devolviéndole su complejidad y tratando de mostrar que todo en el pasado no conduce a él y que, por lo tanto, no es en ningún caso una fatalidad. Que el pasado, si no es deformado por el anacronismo, sirve para cobrar conciencia del cambio, para hacernos experimentar cómo somos (y podemos ser) diferentes a nosotros mismos, que somos otros (distintos de lo que éramos, de nuestros orígenes), en definitiva para recordarnos la alteridad de la que somos portadores. A cada uno luego de reconocerse o no en una historia que, sin ignorar, silenciar, ni dejar de denunciar los intereses del poder, incluso y sobre todo los más crueles, deje de estar polarizada entre ganadores y perdedores o que pretenda imponer identidades atávicas” (p. 12).

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