Carlos Malamud
Infolatam
Madrid, 10 de febrero 2008
La lucha de Eufrosina Cruz en contra de los "usos y costumbres" y por alcanzar la alcaldía de Santa María Quiegolani, en Oaxaca, México, puede convertirse en un punto de inflexión en la reivindicación de los pueblos indígenas latinoamericanos para que les sean reconocidos sus derechos, o al menos lo que algunos de sus dirigentes entienden lo que son sus derechos. Se trata no de derechos individuales, de derechos de los ciudadanos, sino de derechos de los pueblos, en una lectura que recuerda, de alguna manera, la defensa cerrada de los privilegios corporativos en el paso del Antiguo Régimen a la modernidad.
De acuerdo con las lecturas más en boga de estos hechos, toda la razón descansa del lado indígena, ya que se trata de pueblos dominados y explotados desde hace más de 500 años, es decir, desde que se produjo la conquista occidental del Nuevo Mundo. En esta versión tan particular de los hechos históricos, la fecha de 1492 supone una clara divisoria de aguas: a partir de allí violencia, desigualdad y explotación, lo que contrastaría claramente con la situación previamente existente, caracterizada por una vida totalmente edénica y carente de conflictos, mientras que antes reinaba la concordia y el uso racional de los recursos naturales.
Recientemente, el ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia, David Choquehuanca, manifestaba en la Casa de América, de Madrid, que antes de 1492 no había banderas, ni himnos ni fronteras y que "nosotros", por los indígenas, "podíamos movernos libremente del Pacífico al Atlántico". El mensaje es sencillo. Antes de Colón, antes de la llegada de los europeos, sólo reinaba la bondad y los pueblos americanos, indígenas, no se enfrentaban los unos contra los otros y, lo que es más relevante, dentro de las comunidades indígenas no había indígenas que explotaban u oprimían a otros indígenas. Sólo le faltaba decir que los imperios inca, azteca o maya, por ejemplo, eran los paraísos del comunismo primitivo.
Esta idea se completa con la diferencia que el mismo ministro establece entre vivir bien y vivir mejor. Mientras a los pueblos indígenas, que viven en armonía con la naturaleza, les alcanza con vivir bien, y para ello sólo consumen estrictamente lo que necesitan, a los occidentales, que basamos nuestro sistema de vida en la rapiña y la explotación no sólo de los recursos de nuestro entorno sino también de unos pueblos por otros, lo único que nos contenta es vivir mejor.
Esta filosofía simplista, que apela de forma permanente al mito del buen salvaje, se puede ver reflejada en el discurso político de buena parte de los movimientos indigenistas latinoamericanos y en la defensa que de los mismos hacen numerosos científicos sociales occidentales. En su demanda constante de derechos colectivos, en su demanda de que las actuales naciones latinoamericanas sean reconocidas como realidades multiétnicas, multiculturales y multilinguísticas, los dirigentes indigenistas, verdaderas elites ilustradas de las comunidades, manejan con habilidad la polaridad entre sus culturas y la cultura occidental.
Estos puntos de vista son claramente respetados en Europa y, gracias a ellos, las Naciones Unidas han venido a reconocer los derechos de los pueblos indígenas. Es aquí donde surge el conflicto o donde podría surgir, en la medida que algunos de los llamados "usos y costumbres", las normas que regulan la vida en el seno de las comunidades indígenas, comiencen a colisionar, como de hecho ya lo están haciendo, con la legislación y la justicia occidentales.
Esto es lo que ha ocurrido con Eufrosina Cruz y es lo que también ha ocurrido en los últimos años en Perú y Bolivia, donde en algunas comunidades andinas se ha visto la aplicación de castigos corporales, que en algún caso llegaron a la muerte, de autoridades consideradas corruptas por sus propias comunidades. El relativismo tiene sus riesgos. Y así como el ex ministro francés Jack Lang, después de pasearse por Caracas, invitado por el comandante Chávez, señalara a su regreso al más cómodo Paris, que Venezuela cuenta con un gobierno democrático, sólo que de una "democracia particular", hay quien podría concluir que en muchas comunidades indígenas se defienden los derechos humanos, sólo que de una forma "muy particular".
También tenemos el caso, algo más cercano, del embajador iraní en Madrid, Seyed Davoud M. Salehi, quien defendió las amputaciones de las manos de los ladrones, o incluso la pena de muerte, con el argumento de que en lo referente a los Derechos Humanos es preciso tener presente "las tradiciones, la religión y el desarrollo económico" de los países en cuestión. Es decir, la plena vigencia de los usos y costumbres concernidos.
La historia de Eufrosina Cruz es sangrante. Tras su decisión de presentarse como candidata a la alcaldía, pese a las burlas y amenazas en su contra, vio como Saúl Cruz Vázquez, un edil de su municipio, ordenó destruir las boletas electorales de su candidatura, con el comentario rotundo de "Aquí las mujeres no existen". En un principio se toleró la participación femenina en los comicios porque las familias que controlan la comunidad y sus autoridades pensaban que nadie en el pueblo osaría enfrentarse contra las tradiciones apoyando a una mujer.
Sin embargo, cuando vieron que sus posibilidades eran serias, anularon sus votos, "porque las mujeres fueron creadas para atender a los hombres, para cocinar y cuidar a los hijos, pero no para gobernar". Los primeros reclamos fueron despachados con la poca diplomática frase de: "Ustedes no saben de política, además tampoco podemos aceptar una profesionista, va contra nuestra historia y cultura". Pero cuando la insistencia fue en aumento y a ella se sumaron otros sectores de la comunidad, comenzando por las mujeres, candadas ya de ser invisibles a los ojos de quienes las mandan, la amenaza fue más seria: "Vamos a callarte con balas".
Este caso muestra como dentro de los movimientos indigenistas comienzan a producirse importantes fisuras y contradicciones. Algunos dirigentes quieren utilizar la tradición en su beneficio, y en el de algunas elites indígenas. Los derechos colectivos les permiten reforzar su situación y pensar en acceder de una forma más rápida al control de importantes recursos naturales que teóricamente les pertenecen dada su condición de "pueblos originarios".
En realidad, originario originario no hay nadie en América Latina. Los que estaban allí en 1492 se habían establecido en sus habitats después de expulsar a otros pueblos que previamente habían hecho lo mismo y así hasta el origen del hombre en el continente. Son estos mismos dirigentes quienes se muestran sistemáticamente en contra de potenciar los derechos individuales en lugar de los colectivos, de potenciar el perfil ciudadano de sus "hermanos" o de subordinar la llamada "justicia indígena" a la Constitución nacional y la legislación y la justicia de sus países.
Por eso, es imperioso que aquellos movimientos indígenas que reclaman la mejora en la situación de su gente, abogue por la plena vigencia de los Derechos Humanos, por la igualdad entre hombres y mujeres, por la existencia de una Justicia independiente, que deje de reconocer los valores y virtudes de los castigos corporales y de la pena de muerte y asuma plenamente el concepto de la presunción de inocencia. Para ello es necesario una importante renovación en su interior, que dé paso a la modernidad. Y para ello no es necesario dejar de ser lo que son, traicionar su herencia y su identidad, o sus identidades. De otro modo, la larga marcha de los indígenas por su liberación consistirá en un triste y lamentable retorno al pasado. Lo dramático del caso es que éste ir hacia atrás se realiza con la complicidad activa de numerosos intelectuales y políticos occidentales, ataviados con las plumas de sus lenguajes políticamente correctos.
http://www.infolatam.com/entrada/indigenismo_y_derechos_humanos-7023.html (gracias a Julio Cotler)
Ver también:
http://www.elpais.com/articulo/internacional/rebelion/llama/Eufrosina/Cruz/elpepiint/20080210elpepiint_1/Tes